Tercera ópera de la temporada del Teatro Municipal de Santiago. Tercera ópera del siglo XX. La Carrera de un Libertino de Igor Stravinsky (1882–1971) se presentó por primera vez en Venecia en 1951 y llega a Chile luego de 64 años.
La historia trata de Tom Rakewell, enamorado de la joven Anne Trulove, que recibe noticias de ser el único heredero de un millonario tío. Las noticias llegan con Nick Shadow, «fiel servidor», que enseguida indica a Tom que deben partir a Londres a atender los negocios. En la ciudad, el protagonista se ve inmerso en excesos, se casa con la extravagante y barbuda Baba la Turca, se arruina, sus bienes son rematados y, finalmente, Shadow, cobrando su paga, se revela como un demonio que exige el alma de Tom. Tom logra vencer con su suerte (y por amor a Anne) a Shadow, pero éste, lo priva por siempre de la razón. En el manicomio, Rakewell, antes de morir, es visitado por Anne, quien promete amarlo por siempre. Termina la ópera con un epílogo en forma de moraleja.
Stravinsky compuso The Rake’s Progress en su etapa neoclásica, alejándose de la estética heredada del romanticismo y de la primera mitad del siglo XX. Esto significa un retorno a las formas del siglo XVIII y un realce de la objetividad por sobre la expresividad. Por lo mismo, esta obra no puede oírse esperando a un Stravinsky temprano, como en La Consagración de la Primavera. La inspiración para el compositor fue una serie de ocho pinturas de William Hogarth, pintor inglés cercano al rococó, que intentó durante toda su obra dejar una impronta moralizante en una sociedad frívola.
El libreto de W.H. Auden y Chester Kallman está escrito en inglés y con abundantes rimas, por lo que una lectura del original resulta interesante. El epílogo es moralizante y según se lo vea, resulta desconcertante: entenderlo como una referencia más al neoclasicismo y a la inspiración de Stravinsky sería un recurso únicamente formal, no obstante ayude a contextuarlo (en pleno siglo XX, carece, en parte, de sentido); por el contrario, se ha dicho que se relaciona con el sentido de toda la ópera (y un engaño), pues únicamente Tom alcanza una existencia auténtica sin apariencias (en las que todos los personajes se sumergen): la locura.
En esta producción, los tres actos se refundieron en solo dos —según el programa de sala y el intermedio—, lo que no significó grandes alteraciones. Incluso, dio continuidad entre el segundo y el tercer acto.
La régie de Marcelo Lombardero merece aplausos. Escuché decir que Lombardero es predecible, sin embargo, me parece que cierta literalidad —en unión con el texto— es necesaria si atendemos que la trama se deduce más de lo que se ve y de las palabras que del sonido, que se mantiene casi invariablemente en misterio sobre lo próximo. El burdel, prostitutas, tacos enormes, látex, semidesnudos, droga y lujos exagerados en una ciudad que no se detiene, permitieron retratar correctamente la historia.
El vestuario, en general, apuntó al presente. Cabe destacar la caracterización de Baba, la Turca, que no fue barbuda, sino afeitada y que con un afro platinado, brillo en exceso y estampados, se acercó, tal vez, más al transformismo, siendo en todos los aspectos un punto alto del montaje.
La iluminación acompañó perfectamente los momentos justos, especialmente el uso del alumbrado público: luz escasa en una ciudad hostil; Anne, un escape al exceso; Shadow, como su nombre, apoderándose de Tom. En ese mismo tendido eléctrico, aparecieron «informaciones» (como las del Metro de Santiago), entre las que destacó el uso de los mencionados cuadros de Hogarth. Una referencia necesaria y correcta que si bien era clara, fue sutil y no hizo depender todo el montaje de las pinturas.
El director David Syrus y la Orquesta Filarmónica de Santiago fueron tan espectaculares como la puesta. Una ópera que regresa a lo clásico debe ser precisa y, de haber fallas, es en este repertorio en que más se advierte, como dijo alguna vez el ex director titular de la Filarmónica, Rani Calderón. Destacaron especialmente los vientos, parte central de la orquestación y el clavecín que mantiene una lánguida, pero maravillosa tensión en la «escena del cementerio», durante el enfrentamiento de Nick y Shadow.
Hay participación coral importante en «La Carrera» y el desempeño del Coro del Teatro Municipal fue notable. Vocalmente hablando fue increíble, tanto en conjunto como individualmente y se valoran los esfuerzos por conseguir que los cantantes actúen más y mejor en el escenario.
Los solistas: grandes elecciones para los papeles. Se notaron cómodos, buenos actores e intérpretes, a la altura de las grabaciones que existen de la ópera. Jonathan Boyd, como Tom, y Wayne Tigges, como Shadow, fueron los mejores, pasando con facilidad de la dulzura (genuina o aparente) a la profundidad. La escena del cementerio, esencial en la obra, fue memorable para ambos como intérpretes y en conexión con el resto de la producción.
Anita Wilson, Anne, fue tan dulce como el personaje demanda, sin perjuicio de lo cual, en ocasiones requirió de mayor fuerza. Baba, con Emma Carrington, fue genial. Si bien comenzó falta de volumen en los graves, en el tercer acto se consolidó y su centro y agudo fueron claros.
El padre de Anne, Trulove; la regenta del prostíbulo, Mother Goose; el subastador Sellem y, Keeper, guardián del loquero, fueron interpretados por Hernán Iturralde, Evelyn Ramírez, Pedro Espinoza y Pablo Oyanedel, respectivamente, en ambos elencos. Todos ellos dieron vida a sus pequeños personajes.
En fin, la producción y el elenco internacional se prestan para elogios y a muy pocos reparos. Personalmente, creo que es la música misma de este «Libertino» la que no puede emocionar ni conmover como hizo en junio Madama Butterfly. Pero las comparaciones pueden volverse odiosas. La ópera a veces se siente un poco fría, pero permite un gran potencial en el escenario y todo fue absolutamente logrado. Posiblemente el público que recibió con afecto y calidez el estreno de The Rake’s Progress no vuelva a oírla usualmente, como hará con los clásicos, pero valorándola por sí misma, la obra tiene partes muy bellas e interesantes (el final del primer acto, todo el personaje de Baba, las escenas del cementerio y la locura, por citar algunas) y, curiosamente, al volver a escucharla, leer acerca de ella y recordar la función, comienza a gustar más y más, dando ganas de repetirla.El Guillatún