La decapitación debe ser uno de los eventos más alucinantes del prontuario humano. La sola idea de una cabeza despojada del cuerpo me persiguió desde la infancia. Las cabezas voladoras chilotas que inundaron mis pesadillas con bandadas de tue tués gritando sobre mi casa, las inofensivas cabezas de goma de las películas gore, algún libro sobre la revolución francesa, los vídeos de «Las caras de la muerte», las fotos de soldados chinos decapitando campesinos a diestra y siniestra durante la revolución cultural. Me dio terror la frase «voy a perder la cabeza por tu amor» cuando uno tiene 6 años y las frases significan lo que significan.
La cabeza es la torre de observación del cuerpo humano, el castillo del reino, ahí residen los ojos, los oídos, la mente y las decisiones. Cortarla es el triunfo definitivo sobre el enemigo. Le cortan la cabeza al hinchapelotas de William Wallace y la exhiben en una pica en el puente de Londres. En el ámbito psicológico, la mujer triunfa sobre el hombre y se venga de su honor mancillado cortándole la cabeza en el mito de Judith y Holofernes (ese cuadro de Caravaggio me produjo asco, no sólo por el gesto mismo sino por la figura fantasmal de esa criada junto a la bellísima Judith. La sombra de la femineidad, la vieja, la bruja. La mujer es niña, virgen, madre y bruja, los cuatro estados de la luna), ahora que lo pienso en un gesto muy parecido al de Emma Zunz, de Borges. El hombre triunfa a su vez sobre la mujer en el mito de Medusa: el adolescente Perseo esquiva los ojos petrificadores de las mujeres más experimentadas, las mayores, y las decapita venciendo su temor sobre la sexualidad, cortando su miedo de raíz. Triunfando en el necesario rito de paso antiguo: matar a la madre e imponerse ante el sexo opuesto. En ambos casos, Judith y Perseo, el triunfo es mediante una treta.
La muerte como la decapitadora en la carta de tarot número 13, anunciando los cambios a través de la siega de reyes y burgueses con su echona.
Siempre me imaginé la hoz y el martillo como herramientas de tortura, para segar cabezas o aplastarlas a martillazos.
Algo sobre la decapitación que siempre me ha fascinado es haberme enterado al final de mi infancia que la cabeza sigue viva durante algunos segundos después si el corte es limpio y poco traumático. Me imagino siempre la sensación de sentir un golpe en el cuello, que el mundo gire un poco y quedar viendo en alguna dirección, quizá con horror hacia mi propio cuerpo inerte mientras se nubla la vista, consciente de haber sido separado, que no hay vuelta atrás y comenzar a hundirme en la oscuridad.
Esa película donde llevan la cabeza de Hitler a Argentina y la mantienen viva en un frasco, como las cabezas de personajes famosos en Futurama. La cabeza de Jor-el flotando en el espacio diciéndole a Kal que no debe intervenir en la historia humana, en el preludio de la solución quizá más chanta de la historia del cine fantástico.
La decapitación de figuras históricas, pegarle en la cabeza a Kennedy, decapitar a Joaquín Murieta, el cerebro de Allende pegado a los gobelinos del salón Independencia. La decapitación pública de Golborne, y de toda una generación de presidenciables de la derecha chilena que han ardido en una pira funeraria impresionante este 2013.
Pero quizá mi gran decapitado es Yukio Mishima. Hay una película muy mala de Paul Schrader, producida por George Lucas y Francis Ford Coppola, al respecto. La peli es artsie, siútica y ha envejecido horrendamente con sus recreaciones «artísticas» de supuestos momentos clave de la obra de Mishima. Es pobre en aclarar situaciones importantes de su vida a través de flashbacks frígidos y mal elegidos. Fracasa en mostrar siquiera algo de las motivaciones internas del autor en su gesto decisivo. Todo huele a opereta, incluso la música, insistente, invasiva, hiperventilada. Hay momentos en que realmente te dan ganas de dispararle a la orquesta cuando contamina los pocos instantes íntimos del filme con sus acordes que insisten en recordarte que estás ante algo «sublime».
Después de un rato quieres creer que estás ante un chiste de doble fondo. La vida de Mishima es justamente de opereta, huele a falso como la obra de Schrader. Todo hace tono con el sentido original de esa tragedia al borde de la parodia en la vida maqueteada de esta máscara que, para insistencia del punto, ni siquiera se llamaba Yukio Mishima, sino Kimitake Hitaoka. Uno que quiso ser el más japonés de todos y a la vez el más occidental de todos. Uno que se vestía de militar pero que huyó del servicio cuando le tocó el momento. Uno que defendía las tradiciones pero que se tomaba fotografías semidesnudo sobre una motocicleta. Uno del que nunca se supo si defendía la virilidad del macho nipón pero sólo como actor de medio tiempo y que en realidad se gastaba parejo.
Seguimos descuerando a Yukio y entramos en su bulímica ansia de reconocimiento. Un ex-amigo me planteó que ese niño destrozado por una infancia excluyente, por su estigma de niño genio y su búsqueda de aprobación por el entorno, era nada menos que Shinji Ikari, de Evangelion. Repensándola un poco me gustaría decir que quizá todo niño japo es un Shinji Ikari. Que Mishima resultó más bien un Akira, un niño mutante con las mismas deficiencias que cualquiera pero expresadas de maneras monstruosas. El valor del arte del siglo XX como su capacidad de reinterpretar la vida en clave monstruosa, esa cuestión de la fealdad en el arte, lo limítrofe como una posibilidad de la belleza que el siglo pasado convirtió en valor a veces deseable en sus momentos más oscuros. La decapitación de Mishima en el seppuku como una acción de arte obvia, todo el discurso de los aktionists de Viena, pero en serio.
Trivia.
El rito se llama seppuku. Hara kiri es el nombre del corte, donde hara es la zona del abdomen y kiri significa «corte».
Parte del rito del seppuku consiste en introducirse por el ano un puñado de algodón que impida cagarse durante el acto, evitando así manchar de suciedad y hedor el rito puro de abrirse el bajo vientre y derramar los intestinos sobre el suelo. En esos intestinos residiría la sinceridad, según el código samurai, y derramarlos es símbolo de la máxima lealtad y honor. Consiste en enterrar la katana, o el wakizachi (más corto), tomándola por la hoja, abrirse el estómago en horizontal y ejecutar un último corte hacia arriba, luego ser decapitado por el asistente. Un seppuku es bello si todo termina con el cuerpo cayendo limpiamente hacia adelante. Morita, el más cercano a Mishima, y según algunos su amante, también falló en esta opereta tramada por alguien que quiso su muerte ambientada en el centro de un levantamiento militar estruendoso y épico. Morita debía cortarle la cabeza a Mishima al final del rito, pero erró el golpe y sólo le cortó el hombro. Lo intentó nuevamente pero volvió a fallar haciéndole una profunda herida en el cuello al escritor agonizante. Un segundo cómplice le quitó la katana y consiguió cortarle la cabeza como correspondía.
La película sobre Yukio Mishima aún no se hace. El anecdotario pobre y pretencioso perpetrado por los hermanitos Schrader no fue la gran épica operática de un héroe semidivino del japón moderno, sino más bien la sordina con música de circo pobre de un patético homofascista encandilado por las luces del reconocimiento público. Aunque para hacer honor a la verdad algo de todo eso había en Mishima, algo bastante sobre todo en sus apariciones en la farándula de la época. Habría sido raro para nosotros ver a José Donoso integrando el jurado de YINGO, a Pablo Neruda participando como actor en INFIELES, o a la Gabriela Mistral resolviendo una pelea de vecinas en LA JUEZA. Mishima quería ser un samurai, pero siempre terminaba siendo la putita del invasor yanqui. Era un genio, pero podía ser bastante ridículo. Quería ser un japonés tradicional, pero esperó con blue jeans su nombramiento al premio Nobel, finalmente entregado a Kawabata, consciente de que la prensa extranjera lo esperaba tras las puertas de su despacho. Todo pensado, todo prearmado, todo con gusto a decorado de utilería. Un samurai de utilería. Un niño asustado y debilucho, enfermizo, incapaz de enfrentarse a sus propios compañeros de curso, incapaz después de enfrentar al enemigo del Japón. Quizá la guerra le llegó en el momento equivocado, lo encontró delgado, pobre de espíritu, demasiado asustado para enfrentar la muerte en Guadalcanal o Iwo Jima. Quizá preparó su mente recorriendo la temática tradicional, entendiendo la lógica de la ocupación, preparando incluso su físico durante años, aprendiendo a manejar la espada buscando una segunda oportunidad, politizándose en favor del emperador y la tradición como nunca antes lo había hecho (Yourcenar hace notar que en su obra temprana muestra desinterés por la guerra y sus desastres como si no le interesaran), quizá el debilucho monstruoso necesitaba tiempo para encontrar su destino y construyó la parodia, se inventó un cuerpo a punta de gimnasio, se inventó un traje militar, se inventó un espíritu guerrero, fabricó un falso conflicto, armó el escenario y finalmente murió por su emperador con veinticinco años de retraso. Quizá debamos considerar a Yukio Mishima como el último muerto de la segunda guerra mundial, quizá debamos hacerle la película que merece a la brevedad. No se por qué siento que es una labor urgente. Pero eso también es una exageración. Ah, que la crítica literaria la hagan otros, esa parte no me interesa.El Guillatún