Nací en Valparaíso en 1969. El puerto bullía de noche con sus tanguerías, salones de baile, restaurantes tradicionales, casas de putas, barrios rojos, negros y morados. Con un mes de edad mi mamá me sentó en sus faldas y levantó mi cabeza para que viera la llegada del hombre a la Luna, en un Motorola que se recalentaba y se apagaba fácilmente. El futuro se veía brillante, venceremos. Logré salir del puerto recién en 1994.
Hace unos años regresé una de las mil veces que regresé para lanzar Canciones punk para señoritas autodestructivas, de Daniel Hidalgo, también porteño (Das Kapital Ediciones, un abrazo al comandante Camilo Brodsky). Volví después de haber sido estudiante de escuela pública, lanzapiedras durante los ’80, punk aplanacalles comecompletos, lector de fotocopias y confundido frankenstein de una cultura de los escombros en un puerto muerto. Habitante de una ciudad cadáver, pueblo cáscara, Valparaíso de los ’80. El punk no era glamoroso.
El punk no es glamoroso, el libro de Daniel me recordó más cosas de las que quisiera. El punk es una condición, no es turismo; el punk es feo. El libro es un dossier del espanto, una crónica dispersa de una verdad terrible: en Valparaíso se puede escuchar The Clash, Sex Pistols o Joy Division igual que en Picadilly Circus. Pero en Londres cuando la fiesta termina la National Gallery aún está ahí, la Tate y Hyde Park siguen estando ahí; toda la belleza del mundo sigue estando ahí. Acá en Playa Ancha o el cerro Bellavista, te despiertas sobre un cadáver que se desmorona hediondo a meado sobre lomas cubiertas de basura.
El libro de Daniel Hidalgo es sobre un lugar el día después de un terremoto, del tsunami, de la bomba atómica, sobre los escombros, sobre lo que hay que recuperar después del derrumbe para seguir sobreviviendo. Una foto del desastre. La resaca eterna pero sin ninguna fiesta previa que la justifique. Un lugar donde no hay belleza salvo un desierto de agua junto a un basurero donde sobrevive gente mirando si llegan los barcos con algo, turistas quizá. El turismo paraliza las ciudades, las convierte en conscientes de sus luces y esquizofrenias. Ya no quiere curarse, ya no quiere mejorar, quiere seguir siendo un John Merrick querido por su deformidad, por su miseria y busca mantenerla tal cual.
En estos territorios en el fin del mundo somos todos hombres elefantes, mestizos bastardos mutantes genéticamente modificados, con cuatro brazos, tres ojos, verdes, moteados, feos, experimentos abandonados en el desierto, arrumbados, apretujándonos, compartiendo nuestras suciedades y nuestros olores envueltos en telas sucias y chaquetas sintéticas pintadas con spray, chapas y tachas, cabello cortado con tijera vieja y gillete oxidada, pelos teñidos con jugos Yupi. Más reales que la realidad, una copia tan penca, tan patética que se vuelve más real que la realidad.
En Valparaíso no hay olas rompiendo contra roqueríos tornasolados, si te acercas se parece más al fondo de un tambor de agua medio estancada.
Y ahí estábamos lanzando el tremendo libro de Hidalgo. Apretujados en una casa de piso de nogal, de escala de mármol Carrara y pasamanos de bronce repujado traído en barco desde España. Belleza pintada encima a brocha con rojo Ceresita porque el lumpen no tiene buen gusto. Una foto de Fidel Castro puesta por allá arriba. Plaga fea invadiendo la mansión señorial. Los invasores de Egon Wolff en clave de chunga. La casa tomada finalmente por hijos de obreros, nietos de mapuche, bisnietos de mineros explotados y hermanos de funcionarios públicos; tomando cervezas y escuchando al grupo de música electrónica-cumbia, con bases mp3 saliendo desde un computador chino mientras cantan morenitos sudacas intentando sonar a algo que es pura mezcla de ácido, barro, caca, restos de verduras de la feria de Av. Argentina y cumbia colombiana, pero tocada por lumpen argentino copiada por chilenos de un cuarto de pelo como yo, como tú, como todos mis amigos que nunca fueron a esos colegios que pueden reemplazar un buen currículum.
Ahí estaba Chile, la copia de la copia de la copia feliz del Edén. Mal escuchada, mal traducida y mal interpretada en el reflejo, del reflejo, del reflejo de un espejo. Pura libido, pura pataleta en la oscuridad no cachando pa’donde, pero pataleando con un pool genético que hierve de energía primordial. Desde ahí va a nacer algo, no desde esa moral que nos define lo bueno como lo más parecido a lo hecho en Berlín, que el más creativo es el primero en traer la última tendencia, que el verdadero artista es el que mejor encaja con lo que se lleva afuera. Esto es mierda pura pero propia.
«La vida es un candado con la llave perdida», dice Daniel.
Canciones punk para señoritas autodestructivas es un libro áspero e imperfecto, a veces escrito con la torpeza diestra de un tipo que sabe lo que hace. Es sobre la resaca y la asfixia. No es preciosista, no es sofisticado y por dios que se agradece. En sus páginas hay más cojones, libido, testosterona, furia y violencia contenida que en muchas bombas anarquistas que estallan en las espaldas de huevones que con cueva han leído a Bakunin (como si importara mucho leer a uno de esos espectros). Sería lugar común decir que en los páramos del libro se juntan Manuel Rojas y The Clash a agarrarse a combos en un mosh-pit. Fácil decir que no es un libro sino un disco de punk. Canciones… es más real que la realidad. ¿Qué hacía un escritor de sci-fi lanzando un libro así, entonces? Ese es justo el punto, lo que nos une con Hidalgo es la certeza que la realidad es horrible, que una vez despejado el punto ciego en el que mantenemos foco para no volvernos locos, la realidad se nos aparece monstruosa. La HIPERREALIDAD es la constatación del hecho de que vivimos entre los dientes de un monstruo desaforado que todavía no ha decidido tragarnos, que dormimos con la muerte todos los días, que la disolución y el abismo del tiempo son terroríficos, que no podemos sostener esas ideas todo el tiempo o perderíamos la razón. Personalmente, cuando escribo, lo hago desde el asombro y la sorpresa que me ataca cuando esa realidad se me viene encima, amenazando devorarme. Hidalgo escribe tranquilamente, como un nativo de esa realidad, que comenta casi aburrido el tormento y la negrura diaria de un país invisible, habituado, mirándonos despectivamente. «Ustedes no saben nada». Nosotros hacemos turismo miseria al leer este libro, da vergüenza. Desde ese punto de vista, Hidalgo nos vuela la raja a todos.
Gracias a dios no escuché loas al puerto y su identidad ese viernes del lanzamiento. Yo soy porteño, así que no me vengan con huevadas. Lo más parecido al infierno era Valparaíso en los ’80 donde lo más interesante eran las protestas donde moría gente y tus amigos terminaban presos de la Dicomcar o en los baños de sus casas intentando sacarse los balines de las pantorrillas. Donde recordábamos nuestros recitales punk por el tipo de desastre asociado, el de Villa Alemana donde se mató tal tipo, ese en Playa Ancha donde otro quedó cuadrapléjico, o ese en Los Placeres donde entraron skinheads con clavos en los bototos y le rajaron el muslo a la flaca Pamela. Donde leíamos a Rimbaud o a Artaud en fotocopias y jugábamos Galaga o Moon Cresta un par de horas como el gran evento de la semana. Gracias porque no escuchamos a ningún poeta porteño, gracias porque no escuchamos ninguna elegía al puerto o a la belleza romántica me cago en tu puta madre de las escalas y los gatos en las ventanas como ojos que miran hacia la inmensidad, porque Valparaíso es la madre que te golpea, es post apocalíptico en mala.
Canciones punk para señoritas autodestructivas es una cachetada, es tragarse una granada de mano y disfrutarlo. Es social porno violence. El video snuff de toda una ciudad. Hay letras afiladas que te cortan las córneas en sus páginas, se los aseguro. Hay fotos de Valparaíso que te estallan en la cara cuando das vuelta la página.
Fue un lujo haber ido a visitar a Valparaíso en ese contexto, un honor lanzar el libro de Daniel. Miré hacia atrás el puerto desde Agua Santa y ahora regreso a Santiago. Los pueblos son como las madres, hay que abandonarlas o te comen. Hay que irse a morir a otro lado.El Guillatún