Es curioso el origen de la palabra «cínico». Una de las escuelas que reinterpretó a Sócrates era liderada por Antístenes, cuyos estudiantes eran conocidos como «los kínicos» (similares a los perros). El motivo —más probable— del nombre tiene que ver con que el filósofo solía enseñar su doctrina en un gimnasio llamado «cinosarges» (perro ágil). No obstante, se dice también que el apelativo tiene que ver mucho con su filosofía, a saber.
Son tres pilares los que sostienen el cinismo: la adiaphoria (no hay distinción entre lo bueno y lo malo), la parresia (libertad de hablar a riesgo de morir) y la anaideia (desvergüenza). Esta última lleva a la comparación con los caninos domésticos, puesto que estos animales viven entre los humanos manteniendo sus costumbres naturales, así como los cínicos satisfacen sus necesidades propias sin pudor de lo que piensen los demás.
Si bien Platón y Aristóteles nunca respetaron mucho la escuela cínica, su filosofía volvería a tomar forma con la estructuración que hizo el filósofo alemán Fiedrich Nietzsche del nihilismo (creencia en la nada). Para el momento de su elucubración, esta filosofía estaba recubierta de un sentido crítico con la sociedad de la época. Con el devenir, el nihíl terminaría siendo absorbido por el modelo para concebirlo casi como un estilo de vida.
Hoy por hoy, hay sujetos dispuestos a irse presos por obtener un cuarto de libra con queso a las ocho de la mañana, salen de su casa con la disposición de quejarse por la cola del supermercado y obran con descaro al aserruchar el piso a un compañero de trabajo para obtener un mejor puesto. Las consecuencias de esa desaforada satisfacción del deseo (consumismo) hace que en una sociedad de ganadores y perdedores, los segundos se mantengan postergados del banquete, esperando cual perro su migaja.
En Amour, Michael Haneke nos sumerge en la micro-realidad de un elemento de la sociedad antes valorado, hoy sumido en el menosprecio: la tercera edad. Un matrimonio de ancianos, que antaño fueron profesores de música, viven las complicaciones de salud propias de la edad. Dentro de las maderas de una casa antigua se desenvuelve la vida de esta pareja de jubilados: Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva).
El transcurrir de las escenas se desmarca del plano fulminante de hollywood inmediatamente y propone sobre el tapete una historia lenta como el andar de los personajes. Todo transcurre dentro del hogar, donde apreciamos la agonía de una extraña enfermedad que poco a poco empieza a consumir a Anne. Primero la paraliza, luego le quita la capacidad de hilar palabras con coherencia. El relato se teje entre complicadas situaciones que nos revelan la dura convivencia entre los viejos y el esmero del cuidado requerido, que es el mejor síntoma del amor.
Ante la puesta en escena, poco a poco empiezan a asomarse los cínicos: su hija Eva (Isabelle Huppert), su esposo Geoff (William Shimell), su aprendiz Alexandre (Alexandre Tharaud), algunos vecinos y las enfermeras a domicilio. Sus apariciones incomodan, tensan, sabemos lo que piensan y que tienen toda la intención de decirlo. La mayoría lo logra, perturban la trama y aprietan sus hilos, buscando lo más delgado.
El guión interpela el sentido de la vida con franqueza. A veces le sonríe, pero es cada vez más agobio. A Georges le perturba la realidad y le busca una salida onírica, cuyo clímax empieza con el monólogo de un recuerdo pasado y termina con la alucinación. El cierre fue evidente desde el principio, pero hermoso. Juzgar nos incomoda y la ética pasa a un segundo plano.
Amour, la premiada película de Michael Haneke es una cinta cínica: habla a pesar de la amenazante muerte (parresía), no sabemos si la acción final es correcta o no (adiaphoria) y es bestial, como la vida postergada, como la vida de un perro.El Guillatún