Generalmente, me resulta incómodo ir al cine a ver un retrato de actualidad. Demasiado nos entrega la televisión y la industria infatigable del best-seller, de «enemas emotivos sin catarsis», como los llamaba astutamente Huxley en su Filosofía Perenne. La incomodidad de costumbre, me acompañaba mientras iba caminando al cine Hoyts de la Reina. Los noticiarios, las biografías de personajes públicos, la cháchara insustancial de la farándula. Es demasiado el ruido y esa contaminación ha creado un hábito frecuente, que es el de hacerse oír a gritos, o excitando el morbo del espectador con la retórica barata de lo explícito. Todo esto sin duda, rodea al caso del cura Karadima. Entrevistas; biografías de una prosa lamentable; momentos incómodos de la televisión chilena; morbo e indignación pública. ¡Y allí estaban! Los morbosos indignados, los teólogos opinólogos, los críticos insufribles y uno que otro defensor de la iglesia escondido detrás de un paquete de cabritas tamaño industrial. Sin embargo, desde el primer momento, la película El Bosque de Karadima logra sumergirnos en otro espacio, un espacio de silencios y sutilezas, que se teje alrededor nuestro, con la habilidad de hacernos olvidar lo que sabemos del caso, de atenuar ese clamor insensato que obstruye la experiencia estética. Y ésta, es precisamente una de las proezas de la cinta.
La segunda película de Matías Lira, director de Drama (2010), que ya por esos años exploraba al desbordante Artaud, encuentra en el caso Karadima la ocasión para retratar un personaje digno de las novelas del Marqués de Sade, el eterno padre de lo indecente. El Bosque es una película seria; de una profundidad psicológica que rara vez se encuentra en el cine chileno. Aunque no está basada en un testimonio único, funde diversas experiencias de abuso de manera bastante orgánica, entregándonos una mirada indiscreta de lo que acontece al interior de la casa de galletas del santito del bosque. «Los bosques son lugares mágicos, pero también secretos», dice Thomas Leyton, al empezar su confesión. Una imagen bastante adecuada, que evoca, casi por reflejo, esos relatos «infantiles» de la Caperucita Roja o Hansel y Gretel. Es notable la cinematografía de Miguel Joan Littin, quien logra capturar una atmósfera muy íntima; por momentos casi espiritual. El uso del claroscuro y la tensión dramática de las secuencias, cuidadosamente montadas por Andrea Chignoli, logran mantenernos en suspenso durante gran parte de la proyección. Recuerdo con especial admiración la secuencia donde los monaguillos visten al padre Karadima antes de oficiar la misa del Domingo. O la función casi hitchcockiana que cumple la medallita de oro que recibe el protagonista y, años más tarde, su hijo de ocho años. Son estos aciertos estilísticos los que nos mantienen a salvo del sensacionalismo de los retratos de actualidad. Y aunque la película no escatima recursos descriptivos para ser explícita en las escenas de abuso, se mantiene fiel a sus propias reglas, sin caer en el mal gusto ni en lo inverosímil.
Muchos han aplaudido la interpretación que hace Luis Gnecco del curita de El Bosque. Los que tuvimos oportunidad de ver al original en acción (pública, gracias a Dios), sabemos que la personificación de Gnecco tiene algo de ominoso. Nos parece verlo nuevamente predicando, con esa voz pausada y pomposa que lo caracterizaba, con esa solemnidad más católica que el Vaticano. Laureles no le faltan a Gnecco, pero cabe destacar el acierto de adjudicarle el papel. Nunca olvidaré su actuación en Devastados (2003), obra con dramaturgia de Sara Kane y dirección de Alfredo Castro, donde interpretaba precisamente el papel de un abusador. Sobresaliente es la actuación de Pedro Campos, quien interpreta a un joven e ingenuo estudiante de medicina que sucumbe a las hábiles manipulaciones de Karadima. El brillo en sus ojos, su sonrisa inocente, las lágrimas que derrama, son los tesoros del abusador, las perlas que revelan al lobo debajo del pijama de la abuela. No tan orgánico resulta el paso a la versión adulta del protagonista, interpretada por Benjamín Vicuña. Interpretación que si bien tiene sus fortalezas, resulta algo superficial, como un barniz de permanente perplejidad, bajo el cual no se asoma ningún carácter definido.
Pero los momentos flojos de la cinta no se los atribuimos únicamente a la actuación de Vicuña. Acaso esta ausencia de intensidad se deba en primer lugar al tratamiento abusivo de la narración como vía de acceso a la sensibilidad de los personajes. El racconto que realiza el protagonista en el tribunal eclesiástico, viene a suplir lo que podría haberse conquistado por medio de otros recursos cinematográficos. Lo que aquí predominó, fue la facilidad de echar mano de un material literario existente (testimonios, entrevistas, biografías) y una especie de fidelidad ética a las víctimas de los abusos. No hace falta decir que estas consideraciones restan intensidad a la experiencia estética, pero reconocemos la dificultad de prescindir absolutamente de ellas. Es un peligro constante en las historias basadas en hechos reales, frente al cual más vale aventurarse en la ficción y recibir estoicamente los embates de la celosa realidad. Como ha dicho Lira, la película también pretende ser un artefacto de denuncia, no contra la Iglesia Católica, sino contra la Curia y las vidas que destruye su infatigable sed de poder. En casi todas las ocasiones, el director es capaz de inducir hábilmente las conclusiones sobre el modus operandi de Karadima, sin defraudar su apuesta dramática. El almuerzo en Zapallar, la escena del té con la madre del cura, interpretada magistralmente por Gloria Münchmeyer, o la visita del representante del Vaticano, logran informarnos sobre secretas relaciones de poder que, precisamente porque percibimos de un modo incompleto, excitan toda nuestra curiosidad y mantienen nuestro interés en la historia.
El caso Karadima va a seguir dando qué hablar. La pugna para que el sacerdote sea destituido, seguirá alimentando la opinión pública e incluso, se ha anunciado la emisión de una serie de televisión. Una palabra más resta y es sobre la pureza. Como decía Robertson Smith (1889), uno de los primeros teóricos de la religión, lo puro y lo impuro no son contrarios que se excluyen; son dos aspectos de la realidad religiosa. Algunos se consagran por acciones heroicas, otros como Eróstrato, a través del crimen, pero el acceso a lo sagrado es siempre un pasaje que se aleja de lo profano a través del sacrificio. La víctima es el medio de concentración de lo religioso; lo expresa, lo encarna. En este sentido no resulta improbable que muchos feligreses hayan visto en Fernando Karadima un aura de santidad. Para el estudioso de las religiones, su caso representa una suerte de retorno al arcaísmo de las sociedades secretas. El hombre proscrito, el criminal y el sacerdote, están investidos de una misma energía sobrenatural; se alimentan de nuestros miedos y anhelos más profundos. Es el propio Thomas Leyton, quien al comienzo de la película lo expresa de manera fugitiva ante la pregunta de Karadima a propósito de una Epístola de San Pablo. «¿Alguno de ustedes me puede decir dónde habita el demonio? —Dentro de uno mismo, señor.» La sonrisa complacida de Karadima lo dice todo.El Guillatún