El Guillatún

Ida: austeridad y erotismo

Ida

Ida.

En el extremo inferior de la pantalla, el rostro de Ida. Un rostro joven, que cautiva por su pureza sin artificio. Los ojos negros de Ida están fijos en un Cristo de yeso de su misma altura, mientras su pincel se mueve con delicadeza sobre la vieja imagen religiosa. Hay algo sagrado en la verticalidad del espacio vacío en esta película, algo que invita, al igual que la arquitectura de los templos de adoración, al recogimiento, a la contemplación interior. Cuatro novicias preparan sus votos para la gran ofrenda. Su juventud, su pureza, su absoluta dependencia, tal es el sacrificio al que parecen encaminarse con una mezcla de abnegación y entusiasmo. Ida es huérfana, ha pasado toda su vida al cuidado de las monjas, bajo el amparo de la religión católica. El mundo al que está a punto de renunciar es un mundo desconocido, un mundo del que preferiría no saber nada. Pero la madre superiora insiste en que visite a su tía Wanda, su único familiar vivo, antes de tomar sus votos.

La película está filmada en blanco y negro con una proporción de aspecto 4:3. Sí, se trata de un cine académico, pero que ha conquistado a un público amplio gracias a la verdad sin adorno de su historia y un uso magistral de la sugerencia. La simplificación de los recursos retóricos, el uso estricto de la cámara fija y la completa dependencia en la expresividad del rostro, evocan en un ritmo alternado, la nueva ola francesa y las cumbres del neorrealismo italiano. El director, Pawel Pawlikowski, radicado en Londres y conocido escasamente por documentales para la televisión y dos películas de ficción, ha declarado en una entrevista para Film Comment, que su criterio para la dirección de esta ganadora del Óscar, fue deshacerse de todo lo que no se sintiera verdadero, lo que no tuviera el potencial de conmover o expresar emociones. Las composiciones parecen naturalmente desiertas, el silencio permite llenar de significado hasta los más insignificantes sonidos. Sin ir más lejos, Agata Trzebuchowska, la actriz que interpreta Ida, fue encontrada en un café de Varsovia y pese a su falta de experiencia actoral, logra cautivar las miradas de los críticos más exigentes, recibiendo el premio a la mejor actuación en el festival de Les Arcs 2013. Lo que demuestra una vez más, que el cine a diferencia del teatro, es un arte donde los actores y el escenario están demasiado cerca para imitar la realidad, donde el efecto de verdad se completa por la eliminación antes que la agregación de elementos verosímiles. De ahí que uno de los elementos que más haya aplaudido la crítica sea precisamente, su austeridad.

La visita de Ida a su tía Wanda, desencadena un guión muy similar en estructura a lo que esperaríamos de un road movie rodado en los años sesenta. Ida y Wanda hacen una extraña pareja. Ida, con su anacrónica dulzura y recato, Wanda, interpretada por Agata Kulesza, con el encanto trágico de una mujer en sus cincuenta, que ya conoce la vida. Sus conversaciones, intercambiadas en un viaje cuyo objeto es hallar los cuerpos de los padres de Ida, tienen una espontaneidad que asombra. Revelan situaciones que movilizan el conflicto, pero parecen dictadas por la necesidad del momento. Éste es sin duda, uno de los grandes aciertos del guión, que sin informarnos explícitamente de ningún detalle histórico de Polonia de 1961 y sin caer de ese modo, en un facilismo ideológico, es capaz de hacer sentir su presencia de un modo mucho más efectivo y por lo mismo, siniestro. Los edificios bombardeados, la reticencia de la gente al contacto con extraños, el alcoholismo de Wanda que, como jueza debe lidiar día a día con los crímenes más espantosos, las fotos familiares con los bordes desgastados, la incertidumbre respecto al paradero de los cuerpos. Todos estos detalles van tejiendo una atmósfera opresiva, en donde aparecen sin embargo, breves destellos de luz. Aquí la música diegética, es decir, la que aparece dentro del mundo de la película, cumple una función esencial. Nos da un acceso más pleno a la sensibilidad de los personajes, permite sublimar el dolor que están experimentando sin abusar de recursos actorales innecesarios. Sabemos que Wanda pasa sus penas con Mozart, o que Ida descubre el poder del erotismo al escuchar por primera vez a Coltrane, interpretado por un extraño que recogen en el camino. No se trata de escenas que pidan ropa prestada a la música, sino un trabajo de fina sastrería.

Decíamos más arriba que Ida es una especie de road movie. La premisa de este género, es el viaje transformador del héroe, su encuentro con extraños benefactores y el arco moral que describe en su retorno a casa. Ida posee todos estos elementos narrativos, pero Pawlikowski se ha cuidado de entregar la moraleja servida en una bandeja. En lugar de esto, el guión pareciera flotar hacia una deriva que revela un hecho fundamental de nuestras propias vidas. Lo que hallamos en el camino, lo que dejamos pasar, el desvío que tomamos, nuestros votos de fe, sólo tienen la apariencia de un destino aleccionador y cada decisión tiene en sí misma algo de irreparable, como dijo Pessoa; algo que está muerto más allá de todos los dioses. Es significativo el travelling de cámara en mano del plano final, que contrasta intensamente con la fijeza estricta de los planos anteriores. No se trata de un desenlace ambiguo como han querido ver algunos, sino de una acción que acaba de detonar; la conciencia plena del momento presente y del poder sublime de nuestras elecciones. Una película para educar el sentimiento y sensibilizar a la razón. Imperdible.El Guillatún

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