Los monstruos han sido desde hace mucho tiempo las criaturas favoritas de un sinnúmero de narrativas. Dimensiones mitológicas, políticas y humanas se encarnan en ellos para hablarnos de lo otro, de aquello que es desconocido para nosotros y que con frecuencia supone una amenaza. La forma del agua (2017) de Guillermo del Toro vuelve con esta inquietud este 1º de febrero a las salas de cine nacionales, pero esta vez con un foco distinto, donde el amor es un gran protagonista.
Elisa es una encargada de limpieza dentro de una organización gubernamental de los Estados Unidos. Un día cualquiera, a estas instalaciones es traído un extraño espécimen de hombre anfibio que los científicos que trabajan allí pretenden analizar. A partir de aquí, la solitaria existencia de Elisa sufre un cambio que la llevará a establecer una llamativa relación con este monstruo, arriesgando incluso su vida con tal de liberarlo.
En esta nueva entrega cinematográfica, el conocido director mexicano trae a relucir todo su imaginario fantástico en un contexto de guerra fría y con un reparto exclusivamente adulto; un relato audiovisual caracterizado por un naturalismo en escena que humaniza una narración donde los monstruos también pueden hallarse entre nosotros.
La silenciosa protagonista de este film es encarnada por una talentosa Sally Hawkins. Ésta, a partir de lengua de señas logra comunicarse con el mundo que la rodea, lugar al que sólo puede acceder a través de la mirada y la escucha. Además, es acompañada por una entrañable Octavia Spencer que en el rol de Zelda se transformará en la fiel compañera de trabajo de Elisa, ayudándola a sortear las dificultades que experimentará con este enigmático monstruo marino.
Ahora bien, el personaje de Elisa que construye Guillermo del Toro se aleja de cualquier binomio bella-y-la-bestia que estamos acostumbrados a ver en las películas. Tal como declara el director en varias entrevistas a medios, su apuesta está en presentarnos a una mujer de mediana edad, que goza de su sexualidad (masturbándose antes de ir al trabajo), simple, muda, que accidentalmente siente una atracción por una criatura extraña, que al igual que ella, no puede comunicarse a través del habla con el resto de los humanos.
Por su parte, este hombre anfibio no es un hombre apuesto atrapado en un cuerpo escamoso ni pretende serlo. Por el contrario, a medida que va avanzando la historia nos vamos dando cuenta que esta entidad esconde bajo su piel más secretos de los que podemos ver. De ahí la fascinante apuesta de que dos personajes tan disímiles entre sí logren conectar en una relación de amor, entendido éste como una forma en la que dos almas aceptan cada una sus propias monstruosidades sin el afán de que éstas cambien, al contrario de lo que sucede en La bella y la bestia (1991) de Walt Disney.
En este sentido, el deseo de ser un otro distinto al que ya se es también se trabaja en este film. Desde su dimensión más nociva encarnada en el personaje de Mr. Strickland (interpretado por el notable Michael Shannon), un pretensioso encargado de seguridad gubernamental que busca escalar puestos dentro de la organización sin importar dañar a alguien, hasta aquella ligada a las frustraciones de un artista de acrecentada edad que debe ocultar su homosexualidad por miedo al rechazo de su entorno (personificado por Richard Jenkins). Así, con una gran cantidad de matices, del Toro va adentrándose en las implicancias que tiene la experiencia de la otredad, cuyo punto de partida es la figura de un monstruo y el efecto que éste tiene en quienes lo rodean.
También resulta llamativo la importancia que le otorga el guion al cine en sí mismo como ventana hacia lo distinto. Elisa vive sobre una sala de cine y es posible escuchar el sonido de la proyección filtrándose por el piso de su casa. No son icónicas películas las que se dejan ver, sino aquellas que también suponen un otro dentro de la industria cinematográfica, obras sin repercusión mediática que eran exhibidas en horario matiné que, en palabras de Guillermo del Toro, muchas veces fueron las que salvaron vidas a lo largo de la historia del cine; films que a pesar de no contar grandes historias, eran movidas por el amor hacia el cine mismo como medio de expresión y comunión con desconocidos. Profundo amor y cariño hacia un arte audiovisual que también podemos ver en esta película.
Y es que el cine es otra de las formas que tenemos de acercarnos al mundo que nos rodea, aproximación muchas veces hecha desde la desesperanza. La forma del agua, por el contrario, intenta hacerlo desde el amor, desde la silenciosa mirada de aquellos que la sociedad ha calificado como monstruos. Monstruos que sin duda, no son más que un reflejo de lo que somos nosotros.El Guillatún