Michael Kohlhaas (2013) es una producción franco-alemana inspirada en la obra homónima de Heinrich von Kleist (1777-1811), poeta y dramaturgo germano, autor de conocidas piezas dramáticas como El cántaro roto; relatos de corte fantástico, como El Terremoto de Chile y ensayos inclasificables como Sobre el teatro de marionetas o Sobre la elaboración del pensamiento mientras se habla. Kleist es la encarnación del poeta maldito, el eterno incomprendido, el que reconoce el fracaso rotundo del lenguaje para expresar el mundo interior. En cada obra suya leemos la oposición radical entre el individuo y la sociedad. Y Michael Kohlhass no es la excepción. Publicada en 1810, cuenta la leyenda de un comerciante de caballos del siglo XVI quien, al sufrir un agravio de parte de un noble por el pago de un supuesto tributo, interpone una demanda ante la corte para ser compensado. Kohlhaas es un hombre respetado por la comunidad, un padre de familia, dueño de un negocio próspero. Sin embargo, el noble tiene influencias en la corte. Al enterarse que su demanda no será recibida y que la justicia le da la espalda, Kohlhass decide vender todo su patrimonio y levantarse en armas contra el Estado Sajón, reclutando a su paso, un verdadero ejército de rebeldes incendiarios, que asolan los pueblos y siembran la semilla del terror y la venganza en los corazones. La ira de Kohlhass tiene algo de luciferino: inspira terror, pero también fascinación. Es una historia inmortal que viene contándose desde el principio de los tiempos.
La versión del 2013, dirigida por Arnaud des Pallières, logra recrear de modo muy convincente la atmósfera renacentista en que se sitúa la leyenda de Michael Kohlhaas. La ambientación, el diseño de vestuario, el guión —que no escatima en el uso de modismos o dialectos propios de la época, como el provenzal— son aciertos que dejan entrever una investigación acuciosa. La música original, merecedora del galardón César 2014 a la mejor composición, contiene referentes a la música pagana renacentista y a la chanson de troubadour, muy apropiados para cantar esta gesta de venganza y expiación. La cinematografía de Jeanne Lapoirie, es verdaderamente evocadora de otra época, con varias escenas rodadas al amanecer sobre prados indómitos, o en interiores de escasa luminosidad, logrando contrastes duros que revelan la suciedad de la piel, la tosquedad del vestido o las habitaciones y, a través de estas texturas, una riquísima experiencia visual.
El Kohlhaas, interpretado por Mads Mikkelsen —quien tiene una capacidad extraordinaria para resistir los primeros planos— conmueve y aterra sin necesidad de hablar demasiado, lo cual es una tremenda ventaja, pues Mikkelsen tuvo que aprender francés para esta película. Lo cierto es, que un actor de su talla era necesario para interpretar a Kohlhaas; algo en su construcción del personaje, nos recuerda inevitablemente al protagonista de La caza (2012), también víctima del agravio, pero que, a diferencia de Kohlhaas, nunca pierde su humanidad para restituir su honor. Es precisamente la lenta transformación de Kohlhaas en una bestia; el endurecimiento de su carácter, la consciencia clara que tiene de estar condenándose a través de sus actos, la que nos permite un acceso a la profundidad psicológica del personaje. El resto del elenco realiza una labor notable, aunque secundaria. Entre ellos cabe destacar la breve aparición de Bruno Ganz, interpretando al Gobernador o la magistral intervención de Denis Lavant en el papel de Martín Lutero. La conversación con el traductor de la Biblia, que lee Kohlhaas en las primeras escenas, es una verdadera joya de la película. Lutero le hace ver que su guerra es lo contrario que enseñan Las Escrituras; debe aprender la humildad, el perdón, la sumisión a la voluntad de Dios. Kohlhaas se quiebra frente al sermón del hábil teólogo, pero una potencia irracional hierve en él, empujándolo a terminar con lo que ha empezado. Sólo firmará la amnistía cuando su petición sea escuchada por la Princesa. Al descubrir su soberbia, Lutero le niega la absolución.
La película logra abrir una puerta al abismante universo narrativo de Kleist, pero deja sin explotar el potencial demoníaco que tienen por momentos sus descripciones. Aún cuando la factura y las actuaciones de la cinta sean de primer nivel, el espíritu de la leyenda no logra transmitirse del todo. Y es que en el libro, Kohlhaas se convierte en un verdadero monstruo, una suerte de caballero del Apocalipsis, autoproclamado «vicario del Arcángel San Miguel», enviado a castigar la maldad que anega al mundo. Un ejercito de cientos de hombres se une a su batalla y los fundamentos sobre los cuales reposa la autoridad del Estado tiemblan al oír su nombre. ¿No fue Lutero quien veía en el ser humano el campo de batalla donde se libra la oposición entre Dios y el Adversario? Acaso esta metáfora teológica se inspire en el Libro de Job, donde un hombre devoto es arrebatado de todas sus posesiones con el fin de probar su fe. Kohlhaas, a diferencia de Job, no se somete; no sirve incondicionalmente a la voluntad divina, reclama por la fuerza, su derecho a la justicia. Dice, al igual que el Ángel Caído: «¡Non serviam!» (¡No serviré!). Son estos elementos los que convierten a Hans Kohlhase, personaje histórico, en protagonista de esta leyenda. Pues no se trata ya de un hombre común, sino de una verdadera encarnación del rebelde inmortal.
¿Es justa la lucha de Kohlhaas? No lo sabemos, pero es sublime, es soberbia, es en el fondo, una obra de arte. Decía Giovanni Papini (1953) que todo artista es, a su modo, un imitador del Diablo. Sin un puntillo de soberbia no sería posible la creación artística. Y tiene razón pues, aún cuando no podamos identificarnos del todo con este personaje infame, contemplamos admirados su trayectoria de Ícaro incandescente. De esta novela, Franz Kafka dirá que nunca pudo leer un pasaje sin ser conmovido hasta las lágrimas y acaso, basados en una sana conjetura, podemos ver en ella el antecedente directo de El Proceso (1925), donde un hombre cae víctima de una institucionalidad sin nombre; una institucionalidad que le arrebata incluso la posibilidad de rebelarse. Kafka extremó hasta el absurdo la oposición del individuo y la sociedad, Kleist tuvo que viajar en el tiempo y recobrar una vieja leyenda del siglo XVI para resucitar este espíritu de venganza. Ambos, a su modo, padecen de una añoranza de rebeldía. Y que estas leyendas sigan contándose, ¿no es testimonio de la inmortalidad de la semilla?El Guillatún