Mi primer encuentro con la música peruana fueron los valses La flor de la canela y Fina estampa, de Chabuca Granda, que escuché a una cantante mexicana en la peña «Cuicacalli», en Guadalajara, a la que —a mis 12 años— era visitante asiduo, como público y como músico.
En ese México de los 70’s (al igual que en el Chile y la Argentina de los 60’s), y acaso por la importante presencia de exiliados sudamericanos, proliferaron las peñas en las que se cultivaba música latinoamericana, tanto canciones del folclor como canciones de autor. Se interpretaba allí un repertorio común a diversos países del continente, y que cada músico sentía como propio.
Sin embargo la noción de «patria grande latinoamericana» —a través de canciones cuyas letras reflejaban problemáticas, sufrimientos y sueños compartidos— era más importante que el conocimiento profundo de los rasgos estilísticos musicales de cada región. Fue así como muchos crecimos escuchando una música que creíamos «folclor latinoamericano», pero que realmente no tenía el sabor popular característico de cada país (esto lo vine a comprender muchos años después).
Inti illimani, uno de los grupos emblemáticos de esta «música latinoamericana» (e influencia decisiva en mis inicios musicales), no escapa de este sino. José Seves, voz característica y miembro fundador (y gran amante de la música peruana —es autor del popular «samba landó»—), me contó que la propia Eva Ayllón, en una gira de presentación del disco que grabaron juntos, le dijo: «cuánto echo de menos a los guitarristas y percusionistas peruanos».
Es lógico: nadie puede tocar mejor un estilo popular, con todo el aire y el sabor, que quienes lo llevan en la sangre y en la memoria colectiva.
(El ejemplo chileno, en todo caso, es curioso: salvo notables excepciones —como Violeta Parra—, los cultores y creadores que nos inspiramos en el folclor, miramos más hacia Latinoamérica que hacia Chile…).
Aquella Chabuca Granda de la peña mexicana de mis 12 años y los valses, en general, fueron entonces la puerta de entrada a la música peruana. Pero todavía habrían de pasar 14 años antes de interpretarla.
En el invierno de 1992 Francesca Ancarola —aún estudiante de composición en la Universidad de Chile— me propuso que participáramos (voz y guitarra) en un encuentro de música popular en la sala Isidora Zegers, en la facultad de Artes de la Chile. Era la primera vez (por lo menos después del golpe) que ese espacio se abría a una música no clásica. Montamos un bossa nova, un bolero, y el vals peruano Regresa, que sacamos de la versión de Lucha Reyes. Ese fue el comienzo de una «parcería musical» que dura hasta el día de hoy, y fue también el comienzo de mi presencia en los escenarios nacionales haciendo música latinoamericana.
Al igual que con ese primer dúo, esta crónica me permite repasar algunas experiencias y proyectos musicales que si bien están dentro mío, no todas se proyectaron en registros editados, y aunque se conservan en la memoria de quienes las vivimos y de quienes nos escucharon, desaparecerán irremediablemente. Recordarlos acá —a través del pretexto de la música peruana que hicimos—, es un modo de «existirlos» y de compartir con ustedes un tiempo en el que se fue tejiendo nuestro origen.
A ese dúo se sumó el percusionista Marcelo Espíndola (actualmente integrante del grupo de percusión de la UC y miembro de la banda «Matahari»), y conformamos el trío «Los descendientes», de muy corta existencia pues Francesca se fue a estudiar canto lírico a Nueva York.
Con Marcelo seguimos tocando, con Alejandra Santa Cruz en contrabajo y Luchita Vivanco, una de las grandes voces de nuestro país, que nunca quiso dedicarse a la música. Ese fue el «Cuarteto andén», en cuyo repertorio se incluían los valses peruanos Alma, corazón y vida y La nube gris.
La siguiente presencia peruana se da —de manera un tanto indirecta— con el trío «Terra nova», junto a Leo Baeza en flauta y Rodrigo «Peje» Durán en cello. En el único disco que grabamos (La noche mágica, 1995), arreglamos el vals La joya del pacífico, del chileno Víctor Acosta, buscando el sabor de las guitarras peruanas.
Después, en 1996, Magdalena Matthey me invitó a formar parte de su grupo, integrado por su hermana Bernardita, por Jano Rivera, Manuel Meriño, y por una incipiente compositora Eli Morris. La versión que hicimos de La flor de la canela (Manuel y yo en las guitarras, Jano y Eli en cajón peruano), buscaba el «peruanismo» a través del sonido apañado de las guitarras, rasgo característico de ese estilo. La única grabación que se conserva de esto es un registro en vivo en el «Festival Sul-americano de nativismo», en Santa Rosa (Rio grande do Sul, Brasil).
Al año siguiente formamos «Entrama», máxima expresión de creación colectiva y de confluencia armoniosa de creadores que he vivido. En sus comienzos, cada uno de los integrantes aportó una composición, y Pedro Melo trajo el «Festejo»; esa fue mi iniciación en otra música peruana que no fueran valses. Lo incluimos en el primer disco (Entrama, 1998), con Claudio «Pájaro» Araya como invitado en cajón peruano.
Paralelamente comencé a trabajar junto a Antonio Restucci, quien había vivido en Perú, y aprendió allí la manera de tocar los huaynos, huaylas y otros ritmos andinos peruanos. En su disco Cenizas en el mar (1999) incluimos su Huayno, junto a Claudio Morales en viola y Ángel Cárdenas en cello.
Antes de eso, con Antonio y Francesca habíamos comenzamos a tocar a trío, y grabamos en el primer disco de Francesca (Que el canto tiene sentido, 1999) los valses Jamás impedirás y Tu voz.
Un año después grabé mi primer disco solista, Local 47 (2000), e incluí una composición con aire afro peruano: Todavía podemos clasificar. El «Pájaro» Araya también grabó cajón peruano allí (ver video de ese tema, grabado especialmente para este artículo).
A través del Toño Restucci conocí a Mateo Calvo, luthier y amigo peruano radicado en Chile. Además de exquisitos cebiches, en su casa compartimos inolvidables tertulias musicales con Romilio Orellana, José Antonio Escobar, Juan Quintero, Federico Danneman, entre muchos otros; y recuerdo especialmente a la cantante peruana Victoria Villalobos, acompañada exquisitamente por el guitarrista peruano Oscar Álvarez.
De esa época recuerdo también un disco que me regaló Pedro Rodríguez con una maravillosa selección de música de Arturo «Zambo» Cavero (todavía no se expandía internet, y no había por lo tanto este alucinante acceso a tanta música; un disco era algo fundamental, no sólo romántico).
Mateo Calvo me enseñó la música de grandes guitarristas como Oscar Avilés, Félix Casaverde, y muy especialmente a Raúl García Zárate, exponente magistral de la guitarra ayacuchana. Los huaynos y aires andinos que he compuesto desde entonces están inspirados en su estilo.
También estuvo presente la música peruana en varios proyectos que compartí en Madrid, España, en donde residí desde fines del 2003 a fines del 2009. Con Maida Larraín, actriz y cantante chilena, formamos un dúo de música latinoamericana, en cuyo repertorio incluimos La flor de la canela y Alma, corazón y vida. Con la cantante española Graciela Marín grabé dos discos; el arreglo que hice de una de sus composiciones, No te vayas, tiene el aire de los valses clásicos peruanos.
Asimismo, por intermedio de Mateo Calvo conocí a Javier Corcuera, gran documentalista peruano (La espalda del mundo, 2000); y él me puso en contacto, ya en Madrid, con la cantante peruana Sara Van, a quien acompañé junto al cajonista Camilo Ballumbrosio en la marinera Canterurías de Chabuca Granda, en una presentación en el barrio Lavapiés, el 2006.
Finalmente, he grabado para acompañar este artículo una composición inédita, Cebiche mixto, dedicada a la guitarrista chilena Tita Avendaño.El Guillatún