Uno nunca debería hacerse expectativas. Sería mejor andar por la vida sin esperar nada, dispuesto a sorprenderse de lo bueno y a dejar pasar sin amargura lo malo. Esta brillante reflexión llegó mientras las luces del cine se apagaban y comenzaban a transitar por la pantalla los créditos de Birdman, la película dirigida por Alejandro González Iñárritu y protagonizada por Michael Keaton, que se había anunciado a los cuatro vientos como una obra maestra del 2015.
No es el lugar, no soy la persona, ni es la idea explicar por qué esta cinta llena de promesas se me fue desmigajando a medida que pasaba el tiempo para quedar reducida a un delirio de buenas intenciones cargado al egocentrismo cinéfilo, pretensiones inflamadas y situaciones estereotipadas.
Es probable que fuera más culpa mía que de la película. Si hubiera entrado a la sala con el alma pura y la cabeza despejada de comentarios especializados, entrevistas con el director y datos biográficos sobre el protagonista —un actor que interpretó a un súper héroe y que en la película encarna a un actor que interpretó a un súper héroe—, pudo resultar más fácil y me hubiera demorado un poco menos en descubrir la perla dentro de esta ostra un tanto pasada.
Fue al leer ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, un relato del escritor Raymond Carver, que está en el centro del argumento de la película, que caí en la cuenta de que uno de los temas centrales era precisamente el amor. El amor que fue, el amor que comienza, el amor que inflama, el amor de la amistad a toda prueba, el amor —y la falta de amor— propio. En definitiva, el amor en todas sus formas, incluyendo la soledad o el egoísmo, que son siempre un eco del amor.
No puedo dejar de reconocer el acierto de González Iñárruti para llevar a la pantalla la esencia del texto de Carver, pero después de leerlo —y tal vez es lo que más se puede agradecer al filme: el deseo de ir a la fuente— queda claro que es el escritor el gran protagonista. Su cuento, breve y afilado como un bisturí, va sacando sangre y carne a un tema que, sobre todo estos días, se llena de grasa innecesaria.
¿Existe en la ilustración chilena actual alguien que se haya atrevido a escarbar con tanta honestidad en los recovecos del amor? Apostaría por Sol Díaz. Porque aunque su obra se pueda leer en clave humorística y su discurso esté habitado por sus preocupaciones sobre el rol de la mujer en nuestra sociedad, la falta de libertad y las dificultades para aceptar al otro, en sus distintos personajes encarna los múltiples rostros que adopta el amor en nuestras vidas.
Ha sido así desde sus comienzos. Bicharracas, una de sus tiras más conocidas, nos habla de la aceptación de la propia diferencia, mientras que Sin nada puede ser entendido como un canto a la naturaleza y a la profunda relación que mantenemos con nuestro entorno incluyendo, para bien y para mal, a nuestros congéneres.
¿Cómo ser una mujer elegante? Y su secuela ¿Cómo ser una mujer elegante de buena familia? esconden tras su profunda ironía todo un abanico de pequeñas traiciones cotidianas que se comenten supuestamente por amor a la familia, a los hijos o a la pareja. En La Zorra y el Sapo, Sol Díaz analiza el lado más animal del amor. Deseo, pasión, sensualidad, ansias del otro se entremezclan en diálogos juguetones y provocativos que harían sonrojar al buen Esopo.
Pero probablemente sea a través de sus personajes Josefina y Manuel donde con más esmero intenta responder la pregunta que plantea Carver en su cuento. Lo interesante es que ella sabe que no hay manera de responder y sus viñetas van mostrando una tras otras las certezas e inseguridades que trae consigo el amor, desde la obnubilación a la posesión, de la angustia de perder al otro a la angustia a perderse en el otro.
Quizá, como dice el mismo Carver, debería avergonzarnos creer que sabemos algo sobre el amor. Ante eso mejor hacer como los personajes de Sol Díaz y simplemente vivirlo en toda su complejidad. Tal como uno debería ir al cine: sin esperar nada, dispuesto a sorprenderse de lo bueno y a dejar pasar sin amargura lo malo.El Guillatún