No tengo el espacio, no tengo los recursos, no tengo la paciencia, pero he de confesar que aqueja cierto ardor coleccionista. Leve. Moderado. Bajo control. Algo como lo que pudo padecer Andrés, el protagonista de Coronación de José Donoso que sólo tenía una colección de 10 bastones, una enfermedad a la altura de un «bibliófilo pobre», como solía decir Neruda. Pero no por eso mi padecimiento es menor.
Esta dolencia me lleva a gastar horas de sueño matutino en mercados persas, recorrer las librerías de viejos de cada país que visito como quien peregrina tras una reliquia santa y husmear sin escrúpulos en los puestos de cachureos impulsado por la electrizante emoción de la búsqueda de algo que aún no tiene nombre ni imagen, pero que siento que en algún polvoriento rincón, sumido tras capas y capas de olvido, relegado en el sarcófago del desuso, me está esperando.
Tal vez es el instinto de cacería, que durante miles de años hemos tratado de doblegar bajo los hábitos de la civilización, que emerge repentino a la vista de una antigua revista, la portada ilustrada de un libro descontinuado o el ajado brillo de un afiche que anuncia productos ya inexistentes.
Porque debo aclarar que no soy de primeras ediciones, ni manuscritos, ni páginas rubricadas, ni empastes de cuero o letras doradas. Mi colección es de números sueltos y series incompletas que gracias a los años y el azar han ido sumando nuevos integrantes, apenas botones de muestra representativos, espero, del trabajo de un ilustrador, una editorial o un momento determinado.
Es que el placer está en el ritual. Una vez detectada la presa, aquella pieza soñada que alguna vez atisbamos en una biblioteca o que solo conocíamos por oídas, comienza el acecho, la mirada de soslayo que busca no despertar sospecha y encubrir el acelerado palpitar que agita la sangre del cazador. Luego, algunas técnicas de evasión: preguntar por otros títulos, consultar con desgano por aquel secreto objeto de deseo, dejarlo con cínica desidia e incluso ir a dar una vuelta rogando que al regresar siga en su lugar. Y solo después de todo esto, una vez que ya comprador y vendedor se han medido en silencioso duelo, apuntar y disparar aquel siempre estrepitoso ¿Y esto cuánto cuesta? Rara vez la presa cae a la primera. Hay que ajustar la puntería, preguntarse si el esfuerzo vale la pena, mentirse a sí mismo buscando justificar el gasto, y cargar con la vergüenza de tener este mal tan poco comprendido.
Pero para qué mentir. Todo se olvida una vez que en la tranquilidad del hogar podemos disfrutar el botín que ha dejado la última excursión. Ahí está, mío, todo mío, bailando ante mis ojos y develando sus encantos aquel nuevo ladrillo de mi Babel privada, esa torre nunca acaba de construir, que crece y crece sin fin aparente y en caos permanente.
¿Qué hace que coleccionemos? Algunos dicen que es una forma de vivir una infancia que jamás tuvimos y que ahora de grandes nos vamos comprando con más o menos vergüenza. De ser así mi infancia se situaría en algún lugar entre los años 40 y 50, cuando la producción editorial ilustrada chilena alcanzó uno de sus mayores apogeos. Quizá no sea mi infancia la que quiero reconstruir sino la de los abuelos de la ilustración chilena, en una búsqueda de raíces que me permitan entender nuestro pasado y reescribir una historia borroneada.
Porque en todo coleccionista se mezcla el egoísmo del acaparamiento y la autopercepción, más o menos verdadera según sea el caso, de estar rescatando del fuego de la destrucción una parte del relato colectivo. Tal como lo decía el gran coleccionista y cronista mexicano Carlos Monsiváis coleccionar es una pasión privada teñida de deber público, una forma de entender el mundo de nuestros afectos y contar la historia cultural de nuestros países. «A fin de cuentas se trata de entrar en relaciones familiares con una obra y su creador o su creadora; frustrarse por lo que otros consiguen o han conseguido sin prever ni la existencia ni las ambiciones de los demás; convertir un gusto en una pasión o una obsesión; examinar a fondo un estilo, unos procedimientos, un ámbito de preferencias estéticas; adentrarse en una obra, un género artístico, una excentricidad reiterada», aseguraba quien reunió material gráfico y muestras de la cultura popular de su país —desde historietas a grabados populares, pasando por muñecos de luchadores, boleros e ilustraciones originales— durante toda su vida para luego legarlo al Estado y compartirlo con sus compatriotas en ese maravilloso museo llamado Del Estanquillo.
Coleccionar también es una manera de vivir las vidas de otros. Muchas veces me encuentro entre las páginas de un libro boletos de micro, flores secas, anotaciones inteligibles y dedicatorias de tías deseosas de inculcar la lectura que son como mensajes arrojados al mar del tiempo y que alguna corriente desconocida ha hecho transitar de mano en mano durante 50 o 100 años solo para que llegue hasta mí. Por eso coleccionar publicaciones viejas es también una forma de comunicarse con otros que como uno gozaron con historias e imágenes, aspiraron el aroma del papel y la tinta, acariciaron páginas suaves y también páginas ásperas.
En el libro 84, Charing Cross Road, un compilado que reúne la correspondencia que mantuvo durante varias décadas con su librero en Londres, la escritora Helene Hanff describe bien esa sensación de comunión entre lectores. «Me encantan esos libros de segunda mano que se abren por aquella página que su anterior propietario leía más a menudo. El día en que me llegó el ejemplar de Hazlitt, se abrió por una página en la que leí: “Detesto leer libros nuevos”. Y saludé como un camarada a quienquiera que lo hubiese poseído antes que yo», escribió.
Si coleccionar es un intento por reconstruir la historia, propia y colectiva; organizar con alguna lógica el devenir histórico y crear afinidades y filiaciones con los que ya no están, es además un recordatorio permanente de nuestros límites y fracasos.
Un coleccionista vive sabiendo que nunca tendrá paz, porque siempre querrá añadir una pieza más a su gabinete de curiosidades, pero también vive sabiendo que una vez muerto el fruto de sus desvelos se evaporará entre herederos que jamás entendieron el afán de juntar trastes y otros que con dolor preferirán deshacerse de ese monumento fúnebre que puede ser una colección personal.
He visto colecciones valiosísimas deshuesadas y expuestas como baratijas, todas marcadas amorosamente con el nombre de sus antiguos dueños, que regresan al flujo de la compra y venta. Libros, revistas, láminas que esperan humildes y llorosos, como perritos en la vitrina, que alguien vuelva a acogerlos en su hogar y le devuelva algo de la dignidad, y el amor, perdidos.
Para evitar este martirio, prefiero pensar que el lugar de descanso de toda colección privada debería ser una institución pública, donde repose sin sobresaltos y sirva como espacio de estudio e investigación a otros. Pero mientras eso no suceda y busco una cura para este mal, prepararé una nueva excursión. A ver qué inesperado tesoro aparece en el camino.El Guillatún