Focas furiosas. Chanchos en misa. Corderos y la madre que los parió. Gallos que salen a la cancha. Monos con chaleco. Camarones con narcolepsia. Patos endeudados. Diablos con poncho. Perdices alcohólicas.
El habla popular está llena de imágenes. Imágenes que se componen en la mente de cada uno de nosotros porque cada uno ha ido por la vida escuchando, usando, modificando a su manera y recreando a su gusto estos proverbios, dichos y bestiario de chilenidades.
Tomemos por ejemplo eso de «genio y figura hasta la sepultura». Seguro en apenas un instante se le vienen a la cabeza personajes y situaciones en que es posible aplicar este refrán. Sin darnos cuenta hemos construido una imagen mental. Entonces, ¿para qué necesitamos un libro ilustrado de refranes populares si ya tenemos nuestras propias imágenes?, se preguntará la dama o el caballero.
Porque el trabajo de un ilustrador, de un buen ilustrador, no es solo plasmar en un papel las ideas que se le vengan a la mente. Tiene la obligación de comunicarlas a otros. Debe crear un discurso visual cargado de símbolos, referencias y guiños, que permitan conformar un lenguaje común en el cual todos, o al menos muchos, tengan cabida. Se trata de una invitación abierta a asociar ideas, recuerdos y adentrarse en un collage diverso y a veces caótico de la memoria.
La memoria individual y la memoria colectiva. Esos son los materiales con que trabaja el ilustrador chileno Marcelo Escobar en libros como Mito del Reyno de Chile y también en su nueva publicación: Lo que todos nombran, pero nadie ha visto, editado recientemente por Ocho Libros, donde precisamente ilustra una serie de dichos y proverbios de uso frecuente en nuestro país.
Pero lejos de encerrar la riqueza y espontaneidad del habla popular entre las tapas de un libro, el autor logra que sigan en movimiento. Incluso, en algunos casos, los recupera para devolverlos a las conversaciones del día a día. Eso se sucede, en parte, porque sus ilustraciones no pretenden crear una imagen canónica para cada proverbio. Por el contrario, contextualizan, añaden detalles y ponen cuerpo a las frases.
Ahí es donde entra también la escritura de Marcelo Escobar. Con prosa aguda y entretenida, desentraña los misterios de los proverbios que presenta, se zambulle en su origen y, por sobre todo, los utiliza casi como una excusa para hablar de nuestra sociedad, del cinismo de la clase política, de nuestra forma alambicada de escapar a la verdad, de nuestra risa ante lo terrible e ingenio para buscarle la quinta pata al gato. De esta manera permite una relectura desde el presente y verificar con nuestras propias experiencias toda la profunda verdad que se encarna en la filosofía callejera y bastarda de los refranes.
Así, mezcla de historiador de pasados que muchos quieren barrer bajo la alfombra y antropólogo de bares y plazas públicas, documentalista de saberes perdidos y ratón de biblioteca con plumas afiladas, Marcelo Escobar se ha transformado en un coleccionista de reliquias, de héroes que no tienen quien les escriba y verbos lanzados al vuelo, que no son de nadie y que al mismo tiempo son de todos.
Pero como buen rastreador, no solo se ha limitado a tomar prestado del patrimonio cultural chileno sus frases para el bronce, también ha compuesto un abecedario a la altura de las circunstancias. En él se hacen presentes la fantasía barroca de los primeros cronistas y cartógrafos de América, las toscas y evocativas xilografías de la Lira Popular, los grabados combativos de Carlos Hermosilla, el afichismo setentero entre la sicodelia, la revolución de las flores y el muralismo mexicano, el agudo sentido de la observación de Lukas, sin nada de su humor macabro, por fortuna, y el amor por las florituras de Oski.
El genio de Escobar es tomar estos ingredientes diversos y llenos de enjundia y dar a esta gran cazuela un toque personal. Y no hablo de cazuela por azar. Para investigadores como Sonia Montecino este plato es una buena metáfora de nuestra identidad mestiza, donde cada componente mantiene su propia forma y sabor, y el resultado es producto de la interacción de todos los elementos.
Al fin y al cabo, eso es lo que hace Marcelo Escobar. Ponernos frente a un plato lleno de sabores, texturas y aromas, para que lo disfrutemos y nos deleitemos, pero también para que volvamos a experimentar una conexión personal, y al mismo tiempo colectiva, con el a veces esquivo sentimiento de pertenencia a esta maravillosa, contradictoria, multiforme, inabarcable, dolorosa e irrenunciable identidad chilena.El Guillatún