Dos canciones que hablan de lo mismo con distintas palabras e imágenes, lejanas geográficamente, idiomáticamente, temporalmente; como hermanas separadas al nacer y que quizás nunca se encuentren. Dos letras que con simpleza y austeridad fueron capaces de conmoverme hasta las lágrimas cuando las escuché en dos momentos distintos de mi vida. Me reencontré con estas dos un día y las emparenté, como si no hubiesen más canciones que hablaran de lo mismo y mejor. La temática amor/desamor si bien ha sido fuente inagotable de inspiración (me incluyo) para el cancionero popular, en promedio termina redundando en los mismos lugares, sin detenerse en los recovecos más ocultos por donde la escoba de la memoria podría pasar. Como sería en este caso específico el simple hecho de pasar la última noche con la persona amada, sabiendo que (probablemente) no se volverá a compartir ese historial jamás.
Primero está «History of touches» de la artista islandesa Björk, canción publicada este mismo año en su disco Vulnicura, una desgarradora letra que plantea la posibilidad de reunir y revivir todos los momentos compartidos con esa persona en un solo segundo, algo así como un desafío para la física cuántica, pero hecho canción. «I wake you up in night feeling / This is our last time together / Therefore sensing all the moments we’ve been together / Being here at the same time» reza la segunda estrofa, casi intentando hacer un paralelo con aquella hipotética idea de que en el instante de la muerte todos los recuerdos de tu vida pasan por la cabeza. ¿No son acaso las rupturas sentimentales una especie de muerte? Inserta esta canción en un disco que precisamente pretende ser un sanador testimonio de su reciente separación del artista visual Matthew Barney (vulnicura, palabra del latín que significa «cura de las heridas»), Björk toca su cénit con esta ambiciosa idea, la cual logra sus momentos más gráficos y crudos en las líneas «Every single touch we ever touch each other / Every single fuck we had together / Is in a wondrous time lapse».
En nuestro otro extremo del mundo —Uruguay—, el cantautor Fernando Cabrera publicó en el año 1999 el disco Viveza, en el cual viene incluida otra contundente postal de ese último momento compartido: la canción «Te abracé en la noche». «… Era un abrazo de despedida, te ibas de mi vida», dice la segunda línea, donde podemos advertir que, a diferencia de la canción de Björk, se evita el relato retrospectivo para concentrarse en el oscuro presente. Un presente amargo en donde los sentidos han cambiado y las cosas han perdido su sabor habitual («Te besé en la noche, con aquél beso desconocido»). En común con la canción anterior está La Noche, ya no solo como escenografía del momento sino más bien como un personaje protagónico que ha raptado a la persona destinataria de la letra, un personaje al que el hablante lírico —me atrevo a inferir— culpa un poco de la pérdida y desolación («Te atrapó la noche»).
Ambas letras van acompañadas por músicas que vienen del frío, la de Björk suena gélida, como escrita encima de un glaciar de mil años, mientras que la de Cabrera pareciera que buscara el calor de una fogata. Ambas pequeñas joyas de poco más de dos minutos y pocos versos, las imagino incluso en otra noche compartiendo su pena. También imagino a su vez dos canciones más, relatadas por la contraparte antagonista; un ser inerte que deambula por las neuronas y tarde o temprano se perderá en la memoria.
Una experiencia cognitiva que coquetea hasta con la informática («Every single archive compressed into a second») en el caso de la islandesa, o con lo onírico en el caso del uruguayo («La oscuridad traga y no convida»). Pero que no es más que la memoria del cuerpo, esa que es tan difícil de expresar en palabras cuando se está registrando, pero tan fácil y necesaria de plasmar cuando duele. Si se tiene el talento, claro.El Guillatún