Hace unas semanas cumplió su ciclo de 20 entregas esta columna, con una reseña de la cantautora norteamericana Meshell Ndegeocello. La idea original fue presentarles músicos de este y el otro lado del mundo que no han tenido difusión suficiente (a veces nula), y que alguna vez me conmovieron con su trabajo, y que son parte de mi banda sonora habitual y me gustaría que todo el mundo los escuchara. Pero como comienza un nuevo ciclo este 2014, voy a dar un pequeño giro y me centraré ahora en la célula de lo que estamos hablando: las canciones. ¿De dónde vienen? ¿Cómo nacen? ¿Es verdad que a el/la compositor/a le caen del cielo y él/ella solo las traduce y canta? ¿Por qué hacemos canciones?
Muchas preguntas, pero pocas veces me he detenido a pensar en esto a lo que he dedicado casi 20 años ya. Mis primeras inquietudes al respecto comenzaron incluso antes de tocar un instrumento. Tenía yo unos 11 o 12 años y toda mi vida giraba en torno a los Beatles. Vivía en una burbuja del tiempo en la que no entraron ni Nirvana ni los Guns ‘N Roses —por nombrar dos referentes contemporáneos de cualquier púber de comienzos de los noventas—, pero extrañamente los temas más recordados del disco negro de Metallica (1991) entraron en mi cerebro y sus estructuras un poco más complejas me dieron las ganas de componer. Recuerdo que en mis caminatas del colegio a la casa y viceversa iba generando canciones y riffs en mi cabeza, como si quisiera que existieran más temas como Enter sandman o Sad but true (valoré mucho la interpretación de esta última por mi colega Gepe, publicada hace unas semanas). Mas, nunca tuve el cassette de Metallica, nunca exploré demasiado en la música de esa banda; y esas ideas de canciones se perdían rápidamente apenas dejaba de tararearlas, llegaba a casa y me ponía a escuchar a los Beatles… a quienes nunca pude llegar a emular en mi cabeza, porque son perfectos.
No es de extrañar entonces que cuando un par de años después tuve una guitarra por primera vez y aprendí un poco más de 3 acordes (Mi mayor, menor, La y Re mayor) intentara hacer una canción. La energía creativa ya estaba, la estructura mental también, pero lo más divertido es que fui desarrollando la patudez de creerme tan bueno como los ídolos que escuchaba e imitaba. Entonces el crear canciones se transformó en mis años de adolescencia como en una especie de competencia; yo contra mis músicos favoritos, a ver quién lo hace mejor. Una competencia donde no había jueces ni público, porque en el fondo no me creía tan bueno y me daba mucha vergüenza dar el siguiente paso, que era sacar las canciones de mi habitación. ¿A qué voy con todo esto? A que creo (y me tuve que dar cuenta) que las canciones que no tienen receptores son canciones muertas. El receptor tiene el 50% de la canción. Es quien la hace crecer, la hace trascender y a la larga te va marcando una parte del camino si te vas a dedicar en serio a esto… cosa que hubiese agradecido mucho saber a mis 18 años. Pero nadie sabe nada a esa edad.
Tampoco ahora sé tanto. Tengo quizás una rutina más metódica al respecto, como todo trabajo en la vida adulta, pero el paso del tiempo y la vida siempre regalan nuevas formas de enfrentarse al proceso creativo. Ahora por ejemplo valoro cada vez más las melodías que nacen andando en bicicleta o mientras me ducho, más que las que tengo que forzar cuando me encargan algo (publicidad o música incidental, por ejemplo). Me acabo de dar cuenta que eso se parece mucho a la idea de que alguien te las dicta desde el cielo. Pero solo es una idea, las canciones se terminan y viven en la tierra.El Guillatún