La inquietante vigencia de los problemas que trata la obra de Henrik Ibsen, Un enemigo del pueblo, publicada en 1882 y estrenada por primera vez al año siguiente, evidencia y justifica de partida la selección del texto por parte del Colectivo Zoológico (Conversaciones sobre el futuro); los vicios de la clase política, la insuficiencia de la democracia como sistema, la subordinación de la masa ciudadana, o de la «compacta mayoría» a intereses particulares, y la desmitificación de la manoseada opinión pública y sus distorsiones.
La oposición entre el deber moral, y los intereses políticos y económicos, se encarna en el conflicto entre dos hermanos, uno jefe zonal de salud y el otro alcalde en una localidad desconocida del sur de Chile, a partir del descubrimiento de que la estación termal, principal atracción turística y base de la economía local, está contaminando las aguas del lugar. El primero defiende el deber de informar a la población, el segundo, la necesidad de que esta revelación permanezca oculta por el bienestar económico de los habitantes. Sin embargo, a medida que transcurre la obra, las posturas son torcidas y matizadas por otros intereses públicos y personales, que diluyen la distinción entre lo correcto y lo incorrecto.
La adaptación del dramaturgo Bosco Cayo y la compañía, se mantiene en general fiel al argumento y al desarrollo de los acontecimientos, realizando cambios en el lenguaje hacia un registro más naturalista, y actualizaciones de tiempo y espacio que sitúan la obra en nuestros días. Prescinde, además, de un par de personajes e introduce innovaciones en otros, en algunos casos decisivas para la producción de nuevos sentidos.
El diseño, a cargo de Laurene Lemaitre (también directora, junto a Nicolás Espinoza), constituye un elemento discursivo fundamental en la propuesta de Colectivo Zoológico. Sobre el escenario, hay una estructura rectangular móvil, utilizada como habitación, que está constantemente cubierta por una persiana, sobre la que son proyectadas las imágenes de lo que ocurre en su interior.
El primer, segundo y tercer acto están mediados por la introducción de una cámara, que reproduce y transmite en vivo la representación. A través de la incursión de este ojo intruso, la mirada de la audiencia es dirigida hacia gestos, detalles, trozos, encuadres, que la desvían de la acción dramática. Dependiendo de la posición del ojo, la narrativa audiovisual funciona como un discurso complementario, incluso en algunas ocasiones contradictorio con la acción verbal (dudamos a veces si este gesto es intencionado o no desde la dirección), como cuando vemos a la profesora Viviana Stockmann en la oficina del canal de televisión El Eco del Pueblo, increpando a su director por pedirle realizar los subtítulos de una serie de televisión, que además de contradecir los principios ideológicos de la línea editorial del canal, constituye un material nocivo por reproducir estereotipos de género. Viviana denuncia el contenido sexista del programa, mientras la mirada obscena de la cámara, atrae la del público sobre las piernas desnudas de la actriz. En este y otros casos, la imagen se instala como un discurso aparte, como productora de nuevos significados, que exceden la dimensión abordada explícitamente en el texto. Otras veces, el relato aparece errático y arbitrario. Es ahí cuando se exhibe el recurso estético, y emerge la búsqueda experimental. Sin embargo, la selección de lo que se enfoca y por lo tanto, de lo que nos es transmitido, constituye en sí mismo un discurso, que remite, tanto al ejercicio de control de las subjetividades por los medios de comunicación, como a la perspectiva epistemológica, que pone en duda las nociones de verdad y objetividad. Esta decisión, desde el diseño y la dirección, nos recuerda que lo que percibido son siempre sólo fragmentos de realidad.
Un momento decisivo en la obra es el cuarto acto de la asamblea ciudadana. En este punto se abre un espacio de diálogo moderado por los actores, que instala la ilusión y expectativa provisoria de un lugar otro, de participación y discusión política, en que la palabra es cedida al público por un tiempo de diez minutos. Este paréntesis de «inclusión», que no deja de ser un momento conflictivo tanto para los actores como para la audiencia, introduce y cruza múltiples dimensiones. Recoge, por una parte, la disputa tan vieja como Platón, por la función del arte y el rol del espectador, que en este caso se superpone y confunde con la pregunta por la posición de la ciudadanía. Hablamos de paréntesis, porque transcurrido el margen de tiempo, la intervención de la audiencia se da por finalizada, para dar continuidad al desarrollo de la escena, que permanece intacta, impermeable a los comentarios de los participantes. Estos diez minutos de salto al vacío, cuyo recorrido es impredecible, ya que está siempre sujeto a la disponibilidad e interés del público, terminan con un golpe de realidad. La posibilidad de transformación del espectáculo en otra experiencia se desvanece, exhibiendo con crueldad el delirio de transformación de la «inmensa mayoría».
La propuesta de Colectivo Zoológico es atractiva, compleja y provocadora, sitúa a los espectadores en una posición incómoda, de la que los actores y actrices no toman distancia, en la medida que se excluye cualquier posibilidad de condescendencia. Hay ciertos temas enunciados, y a ratos descuidados, en el ejercicio de relevar otras instancias, al parecer más significativas para el grupo. Tal es el caso del género, una discusión que sin duda está presente en la propuesta, pero que por decisión u omisión, y sobre todo hacia el final, se ve debilitada en la postergación de algunos detalles, que son ignorados quizás por naturalizados. Aún así, la puesta en escena, tiene la ventaja de que evita arrojar premisas, optando por abrir fisuras, contradicciones, y preguntas, que transforman la experiencia del teatro en una práctica política y productiva.El Guillatún