El sábado 31 de mayo se dio el concierto N°6 de la Orquesta Sinfónica de Chile (de la temporada oficial) en su sede de Baquedano, esta vez dirigida por el catalán Josep Caballé-Domenech, el primero de los dos conciertos que realizará junto a la orquesta. Señalado por la crítica como uno de los directores más prominentes de España, hoy es el titular de la Colorado Springs Philharmonic Orchestra en Estados Unidos y desde 2013 es director musical de la Staatskapelle Halle en Alemania. En este primer concierto, el programa abordó repertorio inglés, cuyo conjunto se resumía en el nombre de «Noche Británica»: Benjamin Britten, Malcolm Arnold y Edward Elgar.
La noche comenzó con la suite Four Sea Interludes Op.33a de la ópera Peter Grimes de Britten. Las cuatro partes musicales describen o sintonizan con estados del día y el clima que se cierne sobre la trama de la ópera —aunque en la suite pueden vivir sin necesidad de ella—. Se ofrece entonces una música inspirada en elementos intangibles como la luz y el aire, sutiles e inmensas presencias que rodean el cuerpo del público. El arco climático avanza desde la calma matutina hacia la agitación y la oscuridad, pasando por el momento festivo de un domingo y la más pacífica y gentil de las noches. La orquesta consigue moverse con fluidez y hace que se muestre una música que flota ligera. Caballé-Domenech levanta el brazo con elegancia y termina la pieza arriba, como conclusión a un recorrido lleno de gusto por la suavidad del sonido, de partes potentes contenidas, de cuidada nitidez sobre el timbre orquestal y de respeto por el sentido musical de los silencios. Una interpretación bellísima que se ganó la ovación del teatro.
Se reduce la gran orquesta de Britten para dejar un conjunto que enfrenta a la flauta solista con la sección de cuerdas. El Concierto N°1 para flauta y cuerdas Op.45 de Arnold se acomoda perfectamente al eco de la pieza anterior; aprovecha la turbulencia del último interludio de la suite para partir con movimiento pero liberado de cualquier carga tormentosa, y se mantendrá libre de ese peso por el resto de la pieza. Expresivamente, es más fría y tiene elementos que la hacen fácil de escuchar: es corta, la estructura es amigable y las melodías son «oreja». El flautista Hernán Jara surfeó por una pieza rápida, donde se destaca su agilidad y su concentración, nunca exagerado. Quizás por lo mismo, no tan expresivo, pero la pieza parecía no necesitarlo. Dentro de todo, sus recursos son humildes y no pretende mayores riesgos. Como la flauta no es tan potente, la composición ayuda al solista haciendo los balances respectivos (básicamente, la reducción de la orquesta), cosa que el director no descuidó nunca. Todo prolijo, limpio.
El segundo bloque era exclusivo para Elgar. La Sinfonía N°2 en Mi bemol mayor Op.63 continúa, ahora con ambiciones decididamente sinfónicas, la misma sensación de terciopelo que sugerían las piezas anteriores. Comienza con pompa y es como si la música remitiera a una gala, las cuerdas imponiendo su elegancia. Esta sinfonía daba el espacio suficiente para que su contenido se desarrollara con holgura y en poco más de 50 minutos se recorre cada rincón posible de esta gran pieza musical. El segundo movimiento fue el mejor logrado, dando con un tono reflexivo, incluso grave, muy poderoso sin decaer. En esta sinfonía, además, se pudo disfrutar de matices sobre el volumen y el tempo que no tenían esa riqueza en el primer bloque. Caballé-Domenech busca cierta grandiosidad que surte efecto, pero muchas veces sacrifica a la sección de vientos-madera, perdida en la masa sonora. Al final, se ve al director prolongar el último silencio lo más posible en busca del descenso más suave y hondo al que se pueda llegar. Concierto redondo.El Guillatún