El soporte de la danza es el cuerpo humano, el cuerpo a su vez es el soporte de nuestra experiencia, la danza trabaja y explora los movimientos de ese cuerpo humano […] Cabe preguntar entonces, ¿qué mundo abre el movimiento del cuerpo?
—Catalina Longás, ¿Para qué hacer danza?, El Guillatún
Encontrar un punto de equilibrio entre un cuerpo formado en danza que se pone en escena y la dimensión que se organiza para presentar una obra es una cuestión un tanto compleja, si lo que se espera es construir un puente —entendido como un medio por el cual comunico o expreso un algo— entre la creatividad del artista y el mundo del espectador.
Hago referencia al artículo ¿Para qué hacer danza? pues de los cuestionamientos planteados allí se abren debates acerca del rol del artista (en danza), la importancia —o no— de lo que se construye para mostrar, y a esto sumo la elección de los cuerpos que se requieren para dicha construcción. Puede importar el entrenamiento y virtuosismo porque son lo que como creador necesito para mi propuesta y lo que deseo comunicar, pero por otro lado esto puede ser sólo una herramienta al servicio de la creación que como opción y necesidad del objetivo escénico, no estará por encima de los cuerpos con historia que allí se presentan; una forma de hacernos cargo de por qué elijo a uno y no a otro. Ahora bien, ¿qué sucede cuando hemos formalizado tanto nuestra particularidad corporal, disciplinando, estructurando y entrando al cuerpo de la danza (técnica), pero alejándonos de aquello que nos hacía particulares? No digo con esto que la institucionalización de la danza sea algo negativo, pero sí me sumerjo en aquello que como espectadora e intérprete me ha tocado cuestionar, por ejemplo, cuando experimento que un mismo rol lo pueden tomar más de una persona, pues lo importante —a veces— es el diseño, lo global, la construcción escénica en general y no los cuerpos que allí aparecen con todo lo que esto implica.
La probabilidad de experimentar malestar corporal, incomodidad, timidez, es tanto mayor cuanto mayor es la desproporción entre el cuerpo ideal y el cuerpo real…
—Teresa Porzecanski, El cuerpo y sus espejos
A través de estas ideas es que llegué a preguntarme por qué interesa buscar más allá del círculo de bailarines para construir. Es ahí cuando me enfrenté a la dimensión de los cuerpos no entrenados para la escena. ¿Por qué hacer una obra con cuerpos que no tienen formación específica en danza? ¿Por qué será, en algunas ocasiones, más interesante ver un cuerpo que no tiene técnica y es menos consciente respecto a las herramientas corporales adquiridas en una formación? Ana Manríquez Kajisa, directora escénica, intérprete en danza, actriz y docente, ha colaborado en responder estas interrogantes, pues desde su experiencia y necesidad artística ha investigado el hacer desde ese lugar, buscando la realidad de los cuerpos y las historias que éstos contienen.
Entre conversaciones abordamos la idea de lo real en la escena, lo real de lo que muestro a través de las formas que el cuerpo por sí mismo tiene, los gestos y hábitos posturales que cuentan algo (timidez, seguridad, alegría, etc.), lo real de aparecer sin pretensiones, sólo siendo y estando, y lo real de lo que se dice, pues la palabra —a veces— viene a completar la corporalidad, experimentando el decir/hacer como una totalidad desde la propia vivencia y recuerdo.
No se niega, abandona ni quita valor a la experiencia del cuerpo entrenado (formado en danza), pero se buscan, rescatan y realzan aspectos de lo cotidiano y de lo particular que sí se hacen difusos o menos presentes en el camino de trabajar y hacer consciente la corporalidad, a través de metodologías que tienden a homogeneizar, en posturas, formas de hacer en el espacio (movimientos) y finalmente estar en el cuerpo. Si bien cada experiencia sigue siendo única, lo eficiente y efectivo que entrega la técnica (cualquiera sea ésta) para el movimiento re-organiza un ADN o código corporal que muestra una particularidad, una historia; finalmente una realidad vivida. Sin embargo, no niego la existencia de identidad que cualquier cuerpo entrenado igualmente posee, y respeto las opciones que se inclinan por la construcción desde otro lugar, pero gran parte del tiempo se explota el tecnicismo que se superpone a la persona, o particularidad corporal.
Ana Manríquez ha encontrado en su investigación como directora escénica lugares de reencuentro con lo real, orgánico y espontáneo, en tanto se aborda desde la «corporalidad en bruto» y desde la construcción de relatos que apelan a lo vivido, lo que se recuerda y aquello que va más allá de uno, visibilizándose por ejemplo, a través de una simple y a la vez compleja caminata.
He querido usar de referencia uno de los últimos trabajos de Ana, Trilogía Familiar (enero 2014), en donde reúne 3 experiencias escénicas; Nami-ko Manríquez Kajisa (1973 – 2011), En felicidad y Sambomba los platillos, todas protagonizadas por cuerpos no entrenados, a excepción de la última en donde tres de las intérpretes son bailarinas, pero para esta construcción se encontraban embarazadas.
La experiencia de trabajo elaborada por Ana apuntaba principalmente a realzar las geografías corporales con que cada intérprete contaba reconociendo los cuerpos según lo que hacen, cómo se ven y la importancia de sus relatos a lo largo de los laboratorios (ensayos) para construir la obra. Algo que me gustaría destacar es que la integración de la palabra, como bien mencioné anteriormente, aparece para completar la totalidad corporal y para la investigación de Ana; lo que importa no es lo que se cuenta sino cómo lo cuenta, pues esto último define la relevancia que el cuerpo tuvo con esa experiencia. No todo lo que se cuenta se hace de la misma manera; es posible emocionarse o enojarse más con unos recuerdos que con otros, así como también hay vivencias más presentes que otras en donde aunque se relate más de una vez sigue teniendo esa sutileza espontánea y fresca que aun volviéndose escénico —en el caso de Trilogía familiar— lograba permanecer. Es quizás la forma en que el proceso se inserta en la vida de los intérpretes en donde es más que un ensayo, quizás, ritualizando un momento en donde lo cotidiano se quiebra pero para visibilizar el cuerpo que soy, y en el momento de presentar escénicamente, compartirlo y empatizar con la vivencia del espectador.
La experiencia que me ha relatado Ana construye en sus palabras y cuerpo la necesidad por volver a lo real y hacerse cargo de lo que somos (como seres humanos con historia), lo que hemos vivido y finalmente esa particularidad que diferencia a unos de otros, logrando crear y convocar a una experiencia de hacer danza desde la vulnerabilidad y belleza de un cuerpo sin construcción desde la técnica. Un llamado a retornar a la simpleza de ser, a hacer visible la particularidad para estar y las diferencias de un cuerpo para presentarse.El Guillatún