Sin duda, para cualquier músico el trabajo interdisciplinario es un crecimiento, un hallazgo nuevo en el infinito universo de los sonidos que lo lleva a experimentar cambios significativos en su pensamiento disciplinar. Para nosotros (los músicos) el trabajo con el cuerpo es fundamental, aunque no tan evidente para la gran mayoría. Nuestro cuerpo, es una especie de territorio inhabitado del que damos cuenta solo si éste se ve atacado por alguna dolencia producto del trabajo inconsciente con el instrumento, incluida la voz, que desarrollamos periódicamente. Es entonces que estos cambios los apreciamos y vivenciamos cuando existe un «otro» que nos muestra desde otro lugar, es decir, desde su disciplina, las posibilidades múltiples de los espacios sonoros a las cuales podemos recurrir para crear puentes de comunicación, no solo con nuestros recursos habituales, sino que también con recursos en los cuales no hemos reparado en su existencia, incluyendo nuestro cuerpo.
El solo hecho de trabajar con una bailarina o bailarín y poder percibir sus recursos interpretativos, los cuales podemos sin duda decodificar con nuestro lenguaje disciplinar (melodía, fraseo, armonía, unísono, polifonía), nos abre un puerta inesperada que nos permite ver las cosas desde otro ángulo. Por ejemplo, la relación más bien «estática» que podemos tener con nuestro instrumento, no tan solo del cómo hacerlo sonar, sino que también cómo tomarlo, son paradigmas que a una mente despierta le abrirá nuevas posibilidades en su quehacer en la música.
MÚSICA Y DANZA
En este sentido, durante los años 2002 y 2003 me tocó vivenciar en carne propia esta especie de cambio de paradigma. Por esos años participaba activamente del proyecto musical del Grupo Cangrejo el cual, dentro de sus filas tenía integrantes que participaban del Colectivo de Arte La Vitrina. Dicho Colectivo desarrollaba (y desarrolla) de manera prestigiosa la danza contemporánea con una mirada muy abierta en donde la «expresión danza» se enlaza con otras expresiones artísticas, como el teatro. Tanto el Grupo Cangrejo como el Colectivo de Arte La Vitrina eran entidades de experimentación artística, lo que permitió el trabajo en conjunto.
En el año 2003, se cumplían 30 años del golpe de estado que derrocó el gobierno constitucional del presidente Salvador Allende, lo que desató en ambas agrupaciones la necesidad de conmemorar artísticamente dicho suceso que desembocó en la creación de la obra interdisciplinar (danza contemporánea, teatro, música experimental) Carne de Cañón. No será en este artículo donde haré un análisis de la obra en sí, sino que más bien intentaré relatar los procesos y las mutaciones vividas al calor de este montaje por ambas agrupaciones.
En los albores del Grupo Cangrejo la práctica de la improvisación libre era una cotidianidad, el motor del quehacer del grupo que rompía con el canon al cual estábamos acostumbrados y para el cual habíamos estudiado en la academia; la técnica, el repertorio mediado por el elemento escrito como es la partitura. Este acto de no depender de la escritura y participar de un momento heurístico y dialógico entre todos los miembros de la agrupación, de sentir y posteriormente verificar que en cada momento se iba de manera orgánica, construyendo el momento o proceso de la creación de manera transversal y más igualitaria, nos guió por un importante período creativo. Considerando estos elementos, en mi caso, este sustrato ayudó de manera significativa al encuentro con una compañía de danza, y más aún, de danza contemporánea.
La complejidad de la construcción de la coreografía donde no media ningún elemento programático escrito, nos centró en una metodología de trabajo de igual calibre; había que observar el cuerpo en movimiento para decodificarlo en sonido que se moviese, o viceversa. Había que «entender el movimiento», lo que sin duda nos hacía observar en otro registro. La música se caracteriza por un grado de abstracción significativo, que en muchos momentos esconde otras características esenciales de ésta, como lo es el movimiento. El movimiento es inherente a la música, no obstante, para el intérprete el acontecer de los sonidos es parte de una trama programada (partitura) a la cual se debe ceñir, sin poner en juego el sentido de movimiento primario y sin entender su «rol de creador» dentro de este diseño. En contrapartida, la experiencia con la danza contemporánea me enseñó y reafirmó como observador, el rol creativo del intérprete que, aunque pueda tener por delante un director o guía del proceso, no renuncia a las características esenciales de su corporalidad que, de una u otra manera significan sus posibilidades técnicas. En esta mirada de la danza, los cuerpos no son «homogéneos» (como en la música tampoco lo son), por lo que no responde de buenas a primeras a la estandarización de la coreografía, y que se expresan en cuestiones objetivas, tales como los fraseos de un unísono en donde prima la intensidad que cada cuerpo le da al gesto, respetando la individualidad del bailarín sin perder el sentido colectivo. Lo anterior fue un aprendizaje importantísimo para nosotros y reafirmó la comprensión del valor del juego dialéctico entre el individuo y el grupo para obtener un resultado final. Ésta fue la lógica de diálogo que se instauró previamente, antes de empezar a montar la obra.
El trabajo se situó en dos ejes. Uno, el descubrimiento del movimiento junto con el sonido, es decir, el trabajo de taller en conjunto, y dos, el trabajo por separado con sus propias pertinencias, que se volvía a reunir para sorprendernos con nuevos gestos creativos. Durante todo el proceso de creación y de montaje de la obra, la convivencia de los músicos y los bailarines se intensificó derritiendo los límites disciplinares de «pastelero a tus pasteles», dejándonos tocar por la «magia del otro». Los bailarines cantaron y tocaron instrumentos, los músicos bailamos y participamos de los training de la compañía, los bailarines «aprendieron» a vocalizar y a sacar su voz, los músicos debimos aprender a frasear de manera «correcta» una coreografía. Al momento de presentar la obra, tanto bailarines como músicos sentíamos que era un producto del diálogo artístico como así mismo del político.
La idea de que la música es movimiento queda plasmada en el acto de cooperación entre bailarines y músicos, más aún cuando la música se hace en vivo y la performance de la obra es un acto integral. Entonces, y como decía al principio de este artículo, la sorpresa de la corporalidad posibilita que la música alcance una organicidad diferente, el acto de «seguir» al bailarín posibilita que el sentido de la música adquiera un «modus» diferente, a veces imperceptible para el público cuyos meandros son la riqueza viva de un campo en permanente mutación.
Ninguno de nosotros salió indemne de esta experiencia. Cada cual se vio modificado por la exigente necesidad de escuchar al otro, de ver al otro, de reconocer al otro. Fue una experiencia de dar y recibir, de valorar el sonido dentro del movimiento y el movimiento dentro del sonido.
Enlazando toda la experiencia antes descrita con mi realidad académica del presente, creo que la intertextualidad disciplinaria es vital y necesaria para proyectarse artísticamente. Las Escuelas de Artes (Danza, Teatro, Música, Artes Visuales, Cine) deberíamos contemplar el ejercicio docente desde esta multiplicidad de vértices que solo podrán traer beneficios a nuestros estudiantes para su futuro desempeño profesional.El Guillatún