¿Quién podría negar que una ciudad devastada sea ciudad de cuerpos devastados y que el cuerpo herido, mutilado, masacrado y despojado de humanidad, transforme su entorno en espacio fantasma, en territorio yermo? Hoy, en este mundo mediático en el que podemos ser testigos de todo cuanto acontece al instante. A la vista de las traumáticas consecuencias que acarrearon los desastres naturales que asolaron parte del norte y sur de Chile y con el espanto aun clavado en la memoria tras la masacre en la universidad de Garassa en Kenia. ¿Sería posible cuestionar la estrecha relación y dependencia entre el espacio construido, el movimiento y todo lo relativo al cuerpo? ¿Qué rol puede adjudicarse la danza en este tema?
RUINAS Y VESTIGIOS, ARQUITECTURA DE LA AUSENCIA
A cada paso que damos y con cada huella acumulada y superpuesta, vamos haciendo caminos y construyendo espacios dentro y sobre otros espacios. Poco importa si ya no estamos, el trazo perdura prolongando nuestra existencia. Así mismo, cuando el tiempo ha pasado y cambiado las generaciones, acostumbrados a lo que nos rodea y a tener puntos de referencia —ese viejo camino que bordea la montaña, por ejemplo— nos resistimos a imaginar perderlo todo (el camino y la montaña). De alguna manera, las catástrofes dejan de manifiesto no solo una dependencia con el espacio que es intervenido a nuestro servicio sino también, que las huellas y rastros en él dejados son el resultado de experiencias de vida y duele la pérdida porque ella habla de ausencias, es decir, del cuerpo que fue.
Paradójicamente, al confrontar la ausencia nos volvemos más conscientes y sensibles respecto a nuestro propio cuerpo, nos reconocemos y conectamos con nuestros orígenes. Así mismo, sobrevivir la ruina, es la certeza absoluta de tener que volver a empezar, es reescribir la vida.
Algo de esto deben experimentar tanto quienes sobrevivieron los aluviones en el norte de nuestro país, como quienes vieron su flora y fauna devastada por los incendios forestales y la incesante sequía del sur. Ante eventos de tamaña magnitud afloran sensaciones y sentimientos nuevos; somos catapultados lejos de la rutina y de lo conocido; nos sabemos vivos y frágiles.
¿Qué decir de quien sobrevive una matanza descarnada en un lugar inusitado? ¿Hay sitios adecuados para una matanza? Y tanto la historia, como las huellas, las ruinas y el cuerpo que fue nos dicen que sí, que el ser humano ha llegado a concebir esa esfera, el espacio de la muerte en casi todas sus formas. Esto es ya una costumbre y la prueba es lo desconcertante y espantoso que resulta encontrar la muerte en lugares no concebidos para ella. Esa nefasta posibilidad se convierte en el espacio que se teme más que a la propia muerte.
Pero hay otros espacios de temor, aquellos que se construyeron con un fin completamente distinto al que asumen con el tiempo. A veces estos cambios desmitifican y vuelven más cercanos los hechos y la propia historia y en otras ocasiones dan cuenta de lo descabellado o macabro que es el devenir de cada lugar. Hablo del edificio cuando es abandonado y no será nunca más habitado, del bunker en las playas de Normandía que subsiste casi obsceno entre nudistas y surfistas, del desierto que arropa las salitreras abandonadas, de Auschwitz convertido en Museo, de los descampados de Kírov conteniendo miles de anónimos soldados bajo tierra que aun son buscados, de la calle Londres a la altura del 38, del dolmen y el jeroglifo. Todos ellos testigos de lo mejor y lo peor de nuestra especie.
Convendría entonces preguntamos si aprenderemos algo de nuestros propios trazos y huellas y de la experiencia del cuerpo que fue, el cuerpo que en el acto de habitar, construyó. No me estoy refiriendo solo a un efecto de acción y consecuencia, asumo que somos una estructura conteniendo todo un universo al interior y que nos conocemos poco. Creemos que la dificultad de habitar y sobrevivir radica en conseguir satisfacer necesidades, cuando en realidad se trata de ser capaces de escuchar al cuerpo dialogando con todos sus componentes y su entorno. Es difícil porque ello no es certeza de nada, de nada más que conciencia de estar.
ACALLADOS POR LA URBE, DEVELADOS POR EL CUERPO
Abordar y pensar la danza desde la perspectiva de la construcción del espacio en relación a movimientos y a coyunturas que acaban siendo corporales, nos acerca a los aspectos más sensibles de este arte, relacionados con la conciencia corporal, el autoconocimiento y respeto del cuerpo.
De paso, una vez más se hace evidente que los alcances de esta profesión son infinitos. Porque la danza no permanece solo en el ámbito de la representación simbólica, la danza es también educación y conciencia de sí. Desde allí, crear puede convertirse cada vez más en experimentar procesos que se van superponiendo al entrenamiento del cuerpo, procesos que nos arrastran una y otra vez dentro y fuera del espacio escénico.
El cuerpo sensibilizado, conectado consigo mismo y con todo lo que acontece fuera de él, es de quien conscientemente va reconstruyendo espacios y esto tiene que ver con una forma propia o personal de habitarlos, con la capacidad de reconocerse en ellos. Pero quienes carecen de esta práctica (de capacidad para contextualizar-se), construyen espacios a pesar de sí mismos por el simple hecho de habitarlos. Tal vez lo inquietante sea que en su ignorancia no hagan más que perpetuar la constitución de espacios pastiche que alimentan una falsa promesa de bienestar. Aquí es cuando a mi juicio lo urbano se vuelve impersonal y carente de calidad, situación que favorece la aparición de patologías y compensaciones que con el tiempo se tornan en daño físico y emocional (el cuerpo de la enfermedad), las que naturalizadas, terminan siendo la más fiel radiografía social.
Cabe entonces preguntarnos quiénes son y qué se proponen los que hacen la ciudad. Pues si consideramos el espacio habitado como un reflejo de nosotros mismos, ¿no debiera ser él nuestro mejor retrato? ¿A quién compete abordar esta dicotomía? Aquí es donde la representación simbólica, tanto en la danza como en cualquier otro dominio de las artes, hace su entrada triunfal para colaborar a los fines discursivos que ponen en tensión la relación cuerpo, movimiento y espacio.
Pero tengo el temor de que seguir sólo por esa vía nos lleve a permanecer en el ámbito del sentido figurado, que ayuda a traducir y a aclarar pero no proviene de los propios actores ni de la realidad circundante inmediata. Por eso prefiero dar tribuna al vocabulario que emerge de cada sujeto cuando se relaciona con las infinitas variables del entorno, que le permiten estar atento al aquí y al ahora, conectado con todo su universo interior y asumiéndose como el elemento arquitectónico más complejo y completo en relación al espacio.
No estoy proponiendo nada nuevo, basta recordar tres hitos en la historia de la danza para constatarlo:
- Desde el instante en que Isadora Duncan se conectó con sus pulsiones y con la libertad de movimiento y esto fue expuesto al público, el cuerpo comenzó a hablar del cuerpo.
- Cuando la escuela moderna a partir de Laban asume al cuerpo en sus diversas inter-relaciones con el medio, conjugando posibilidades a partir de factores de tiempo, espacio y energía, el cuerpo comenzó a hablar de las cualidades del cuerpo y sobretodo dejó en evidencia que no estaba solo.
- El movimiento promovido por Anna Halprin, Trisha Brown, Simone Forti, Yvonne Rainer y, cómo no, nuestra querida Carmen Beuchat, entre otras figuras de la llamada danza post-moderna, se vuelca al espacio público. El cuerpo se toma las calles, las paredes, los tejados e incluso retorna a la naturaleza, buscando una movilidad espontánea y carente de esfuerzo. Se asume y experimenta como un vocabulario al alcance de todos pues pertenece a quien la ejecuta. Curiosamente esta forma de experimentar la danza es asumida como un estilo de performatividad del cuerpo. Este recupera su rol de actor social y urbano cuando además, e intuyo que casi sin quererlo, consigue dejar en evidencia que los espacios urbanos sin cuerpo semejan también espacios muertos.
En la actualidad, en Chile y el mundo diversas compañías y figuras de la danza han encontrado múltiples y variadas propuestas en torno al uso del cuerpo y el espacio —que remite la mayoría de las veces al cuerpo y el urbanismo o al cuerpo y la arquitectura—. Espero en un próximo artículo abordar en profundidad esas experiencias que van desde la arquitectura del cuerpo hasta trayectos en el espacio público pasando por la relación con la más empírica construcción.
Mientras tanto y a modo de epílogo constato y pregunto: Cuando un río de lodo arrasa con nuestras referencias y hace tambalear la existencia, y a punta de ráfagas se arranca la vida dejando un espacio vacío y sin sentido; es irrefutable la relación que mantienen cuerpo y espacio en un incesante diálogo de interdependencia. Entonces, ¿es el trauma tras la devastación nuestro eterno cable a tierra?El Guillatún