Mariusz Trelinski y Piotr Gruszczynski respectivamente son los autores de la puesta en escena y de la dramaturgia de este espectáculo; espectáculo que sentimos como uno, a pesar de estar constituido por dos óperas en extremo diferentes en sus estéticas musicales. Estas diferencias se funden gracias a un sólido trabajo dramatúrgico, hecho que rara vez se aprecia en los escenarios líricos de la actualidad.
Dice el maestro Eugenio Barba que la dramaturgia crea coherencia. La coherencia no significa necesariamente claridad. Es la complejidad que anima una estructura y permite al espectador llenarla con su propia imaginación e ideas.
Efectivamente en este espectáculo la dramaturgia traza un punto de unión que toma al personaje femenino, Iolanta – Judith, como eje central entre las dos obras. De ese eje fluye la coherencia. Desafortunadamente las puestas en escena más convencionales suelen basarse casi exclusivamente en sólo dos aspectos: ambientar el periodo histórico de la trama e ilustrar la «psicología» de los personajes. La fastuosidad (muchas veces gratuita) suele ser el modus operandi usado para alcanzar ambos objetivos.
En esta ocasión la dramaturgia crea los espacios atemporales en los que ambas óperas interactúan. La luz dibuja en el negro del escenario (un negro denso cargado de sentido) el «cuento de hadas» al que asistimos. Las dos óperas dialogan a través de elementos escenográficos en común, como por ejemplo el salón con las cabezas de ciervos, los árboles desenraizados, el detalle del guante que hace el poderosísimo nexo entre Renato, el padre de Iolanta (que la encierra) y Barbazul, la pareja de Judith (que la asesina).
Con un magistral manejo de los recursos escenográficos, sin excesos, el espectáculo es una catarsis, como lo fueron los cuentos de hadas en nuestra niñez. Tal como Trelinski dice en la entrevista trasmitida en el entreacto; en Iolanta viajamos de la oscuridad hacia el «final feliz» y en El castillo de Barbazul hacemos el camino de vuelta hacia la tragedia. La luz que Iolanta no quiere ver, es la misma luz que Judith busca desesperadamente en el oscuro castillo de Barbazul. Esta luz metafórica que resuena en las partituras de Tchaikovsky y Bartók gana en complejidad al relacionar ambos libretos.
Valery Gergiev condujo nuestra audición con su genio característico. El balance entre la orquesta y las voces fue impecable. Netrebko y Beczala nos hicieron pensar por un instante que no puede existir idioma más expresivo ni más emotivo que el ruso. La pareja de Michael y Petrenko se dibuja sobria y maquiavélica sobre la elocuente orquestación, hasta que en el momento indicado surge con admirable vehemencia y exuberancia vocal.
Un espectáculo fenomenal, lleno de sentido.El Guillatún