80 días es un libro, pero es mucho más que eso. También es un sitio web (www.80dias.cl) donde se puede leer el libro y escuchar su escenografía sonora. Pero es mucho más que eso.
Más o menos es así:
El escritor Jaime Pinos propuso a un grupo de creadores amigos realizar este proyecto, que consiste básicamente en recorrer la ciudad. Es lo que se llama una deriva. Andar sin un mapa definido, sin un destino ni sentido prefijado. Más bien perderse para encontrar el sentido. Entonces se acota la ciudad: se operará dentro del Santiago comprendido entre Plaza Italia y Matucana, entre el Río Mapocho y Avenida Matta. Y en seguida se define un arbitrario pie forzado: hay que hacerlo en 80 días. Entonces en 80 días hay que recorrer y escribir y fotografiar Santiago sin un mapa, sin un destino, sin un objetivo establecido. Libre y antojadizamente.
Esa experiencia se llevó a cabo hace diez años. Una década transcurrió hasta que tenemos la posibilidad de acceder al fruto o resultado de la misma. Ya se había escrito, musicalizado y fotografiado, pero no teníamos el libro, ni el sitio web. Lo que hay ahora es un dispositivo, un artefacto. Eso gracias a que la propuesta inicial de Jaime Pinos fue sumando aliados. Alexis Díaz en la fotografía, Carlos Silva en la música, Estudio Navaja en el diseño, los sellos editoriales Alquimia y Siega.
Entonces una primera cosa que se valora o que me parece digna de mención, es el carácter colectivo de la propuesta. Esa multiplicidad de voces hace mucho más rica la experiencia. Porque lo que el lector enfrenta es un cúmulo de miradas, de reflexiones, de sonidos, golpes de vista. Y como resultado de ese enfrentamiento, lo que queda es que el lector, sin darse quizás cuenta, comienza a hacer su propia reflexión. Piensa en su propia ciudad. Cómo es en tanto habitante, en tanto vecino, ciudadano, transeúnte.
Yo por ejemplo hace tiempo que me he detenido a pensar en este asunto. Debo confesarte lector que sí, pierdo el tiempo en estas puerilidades. Mi biografía se cruza, se atraviesa inevitablemente, tal como a ti te atraviesa inevitablemente la tuya propia. Yo nací en esta ciudad pero me tocó vivir en muchas, muchas otras. Al cabo de unos años, sin habérmelo propuesto, resultó que me establecí en Santiago. En mi habitación nunca pegué afiches. Nunca tuve sensación de pertenencia con mis propios hábitats. Soy lo que se llama un desarraigado, fui un niño exiliado, he sido siempre un migrante. Me estoy yendo constantemente, ando de paso. Y sin embargo o quizás por lo mismo, a partir del hecho de haberme estacionado en esta ciudad durante ya 25 años, he desarrollado una particular afición a perder el tiempo anotando esos cambios. ¡Me desplazo por esta ciudad desde hace tanto! Conocí el antiguo terminal de buses norte, cuando tenía al frente la cárcel. La rotonda Departamental, el basural tras la Villa Francia, Maipú cuando apenas llegaba hasta El Abrazo. La ciudad cambia rápido, muy rápido. Las casas antiguas se derrumban y se levantan edificios. ¿Quién se acuerda del palacio al principio de Av. Grecia? ¿Dónde quedaba el cartel de Aluminios El Mono? El mítico bar 777 en plena Alameda. La ciudad cambia y si el ojo no está atento, no lo nota. No hace falta ser un anciano recordando. Basta despertar el ojo. ¿Cuántos lugares desaparecen de la memoria sin que tengamos tiempo para notarlo? Esa es la tarea. Humanizarnos. Ser un habitante consciente de la polis.
Además, de una u otra manera, este tipo de temas o de preocupaciones, parecen hoy en día haber cobrado una nueva relevancia. Son temas contemporáneos. Hablamos de patrimonio y del valor que más allá de los edificios tiene el habitar por ejemplo un barrio; hablamos de fenómenos globales relacionados con las nuevas migraciones, lejanas ya del antiguo campo-ciudad. Pienso en el valor que los chilenos mismos le han dado a este asunto, y que se nota por ejemplo en lo exitoso del concurso Santiago en 100 palabras, que ya tiene versiones en varias ciudades del país. A la gente o al pueblo, es decir probablemente a ti mismo lector, a todos nos interesa este asunto. La ciudad. La propia ciudad. El espacio donde habitamos. La tierra en que vivimos.
80 días es una invitación. Una hermosa invitación a mirarnos. Pero repito lo que dije al principio: es mucho más que eso.
En consecuencia, voy a intentar otra entrada.
Por ejemplo: ¿por qué 80 días? Ya dijimos: es un plazo arbitrario. Pero no por ello vamos a dejarlo pasar. Estamos hablando precisamente de detenerse a mirarnos. Exclama conmigo lector: ¡ah, ya entiendo, pero claro! Sí por supuesto. ¿Por qué 80 días? Pues porque hay La vuelta al mundo en 80 días de Julio Verne y hay La vuelta al día en 80 mundos de Julio Cortázar. ¿Y si no he leído ninguno de esos libros? Ah bueno, no pasa nada, no es pecado. Pero si te sirve de algo, te cuento, para eso estamos.
El libro de Julio Verne se trata resumidamente de un millonario inglés que tras una apuesta, se larga a dar la vuelta al mundo en ese plazo. Es, como muchas de las novelas de Julio Verne, una aventura en que los elementos y datos técnicos o científicos cobran especial relevancia, y esos aspectos o datos en este caso están dados por la arbitraria premura del viaje, entonces el lector se acostumbra a cierto ritmo frenético de puerto, al correr del viajero, al hotel fugaz, a perseguir el boleto urgente, al dormir arrullado por el traqueteo del tren, a lidiar con los choferes lentos o los agentes de aduana burocráticos. Es un viaje descrito detalladamente en las condiciones en que se podía viajar en esos años, hacia 1870 más o menos.
Por su parte el libro de Julio Cortázar es uno de los más delirantes de su obra. En estricto rigor son 2 volúmenes en los que conviven textos de distinta especie, crónicas, cuentos, prosas, además de mucha imagen, dibujos, collages, fotografías. Temáticamente disperso, con notoria presencia del jazz que gustaba tanto a Cortázar. Es un libro íntimo, muy para fans, muy para entendidos en el tono, humor y en el mundo interno cortazariano. El propio Cortázar advierte de entrada que estaba escuchando jazz (a Lester Young) y se acordó quién sabe por qué de Julio Verne, y zas!, se lanzó a un nuevo libro sin seriedad ni pretensiones, con un ánimo más cercano a la perplejidad que al virtuosismo, y con la disposición de quien juega a inventar palíndromas o de quien gasta una broma artística. Como en una deriva.
Entonces, habida cuenta de estos referentes, ¿qué nuevo rulo riza el 80 chileno?
Rescatamos del Verne el pie forzado, la aventura del viaje. Rescatamos del Cortázar el giro situacionista, la puesta en juego de lo inesperado. Deriva es la palabra clave. Este libro al haber sido además realizado en el estricto significado performativo de la palabra, logra dar una vuelta de tuerca al acto de viajar. Verne contaba una historia de un viaje. Luego Cortázar renunció a contar una y propuso el viaje interno a través de múltiples lenguajes. En 80 días el autor colectivo realiza una deriva más que un viaje, y lo hace de manera que es más bien una excusa para sumar al lector a su propia deriva. Un gesto de ese tipo es necesariamente político. Filosófico y estético, sí. Pero profundamente político.
Quedan demasiadas maneras más de intentar decir algo sobre esta obra. Desde la música por ejemplo. O exclusivamente desde la fotografía. Pero yo no pretendo agotar ni por asomo las entradas, y prefiero dejarte el placer e invitarte lector al juego. Y a riesgo de ser majadero, finalizaré insistiendo. Es que de verdad es cierto: 80 días es mucho más que eso.El Guillatún