Roberto Bolaño decía que los cuentos hay que escribirlos de tres en tres, o de cinco en cinco, o de a más si es posible. No sé con certera exactitud si Bolaño se refería a que es recomendable elegir un tema, un eje, y disparar un conjunto de cuentos en torno a él. Supongo que por ahí va su sugerencia.
Esta máxima del autor de Los detectives salvajes pareciera haber sido seguida al pie de la letra por Federico Eisner (1977). Desconciertos, su primer libro de relatos, tiene un tema central nítido: la música. Las escenas se encadenan desde ahí, con personajes que son artistas, aprendices, amantes y trabajadores de la música. Conozco a Federico y me tocó vivir de cerca el proceso de escritura de su libro, de modo que tengo suficientes elementos como para decir que así fue, que hubo premeditación: Eisner se propuso deliberadamente escribir un libro de cuentos en torno a la música. ¿Por qué? Uruguayo de nacimiento, pero chileno por adopción y cansancio, Eisner se las ha ingeniado para combinar su profesión de químico farmacéutico con sus inquietudes artísticas, labrando un insólito camino como músico y poeta, buscando el diálogo, el encuentro, diríase incluso la colisión entre poesía y música, entre texto y escena, de modo que es más bien un cultor de eso que llaman artes integradas. Esa experiencia es sin duda el motor de este libro. Desde ahí es que se levantan sus personajes e historias.
Ahora, ¿cuál es la gracia de estos Desconciertos? Porque resulta que hay un problema, o un desafío al menos. Y es que se han escrito muchos cuentos y novelas teniendo como eje o tema el rock, o la música. Antologías por supuesto, de todo calibre, pero además hay auténticas Obras de Grandes Maestros. Pienso en referentes generacionales de peso y fama global, como High fidelity, libro de Nick Hornby llevado al cine por Stephen Frears. Pero en esta senda está incluso el padre de lo Real Maravilloso, el musicólogo cubano Alejo Carpentier, por ejemplo. Entonces ¿qué lugar vendría a ocupar el soundtrack de Eisner en ese contexto?
Sin ánimo de ponerse sesudos, creo que si nos ceñimos a las dos entradas obvias de la forma y el fondo, podemos dar rápidamente con algunas claves.
Lo primero es el fraseo, la forma de articular las oraciones. Eisner tiene una sintaxis casi rioplatense. Eso marca de inmediato una diferencia al menos con todos sus pares y contemporáneos chilenos. Ojo que esto no quiere decir que los cuentos estén escritos «en argentino». No hay ché, ni vos, ni tenés. De hecho, a nivel de habla fonética, hay un chileno e incluso un peruano muy bien logrado. Es decir, hay personajes que en sus diálogos nos resultan sumamente fidedignos, verosímiles, por las palabras que usan, por lo coloquial familiar que se logra. La sintaxis rioplatense a que me refiero se nota no en las palabras usadas si no en cómo se disponen, cómo se relacionan. Y hay ahí, estoy aventurando, incluso un humor, un ánimo implícito. Por ejemplo, el caribeño dice «no hay más nada», y acá decimos «no hay nada más». Las mismas palabras puestas de otro modo cambian el dramatismo de la sentencia. Desde ese ámbito, técnico si se quiere, me da la sensación que la escritura de Eisner tiene una peculiaridad. Para ejemplificar mejor voy a citar un fragmento del último relato del libro, acaso el texto más poético por tratarse de un monólogo interior, un soliloquio:
Qué mentira te vas a inventar cuando se te acabe el cuento de futura estrella? vas a llegar a los cuarenta con catorce videos full hd, tres discos publicados, algunas giras en el cuerpo y habrás hecho todo lo necesario, lo habrás hecho todo bien, lo habrás dado todo, pero nada de eso habrá servido, el olimpo de la música no tenía lugar para ti, que no se culpe a nadie, una cosa es ser músico y no pretender nada más que tocar siempre lo mejor posible y otra muy distinta dibujar una carrera que nadie te está pidiendo (…)
Ahora bien, estamos en un contexto general, digo como tendencia preponderante en la narrativa contemporánea, en que se aplauden las escrituras que se asemejan al guión de TV, textos que ahorran las descripciones barrocas, relatos que son francos y directos, donde el lenguaje es llano, seco, sin artilugios poéticos, donde prima o «la llevan» los estilos simples, sin abusos ni desbordes, con pocas frases subordinadas, con mucho punto seguido. En ese contexto el libro de Eisner me parece que representa un matiz, tiene color propio. Aun cuando hay una recurrencia permanente a los diálogos, no se cae en la mezquindad o la ramplonería, que es el peligro innato; ni podría decirse que sea, por lo antes mencionado en cuanto a su sintaxis, un exponente más de esa tendencia, sea ésta global o local.
Hay por supuesto, yendo de la forma al fondo, buenas dosis de sexo, alcohol y drogas. Pero incluso hay espacio para lo inexplicable, como la aparición repentina de Ely Guerra en el departamento de un crítico musical. O para la ternura infantil de dos primos sometidos a clases de música particulares. Desconciertos (Das Kapital Ediciones) es un conjunto de nueve cuentos que evocan algo de Bolaño, y también algo de Carver, por mencionar a un par grandes. Piropo aparte, me refiero a que muchos son escenas cotidianas de finales abiertos. Pero es una cotidianidad de músicos eso sí. Giras, recitales, ensayos. Y me refiero también a que el lector encontrará fracaso, encontrará literalmente, desconcierto, abrumadora confusión, angustia. Esas emociones, esos sentimientos son los que se nos exponen encarnados en sujetos de distintas condiciones que sólo se asemejan en que viven de una u otra manera la música como camino, como estrategia, como terapia, como pasatiempo, como negocio o como salvavidas. El telón de fondo es un planeta al que conocemos bien. Un desastre. La realidad de sobrevivir librados al albedrío del Dios Mercado en donde sobrevuela la pregunta por el sentido de las cosas ¿Qué hace un músico, de qué vive? «Tengo más hambre que hijo de roadie» se dice en ciertos circuitos, con un humor cruel y amargo. Y no sé usted, pero yo le creo a Nietszche cuando dijo que sin música la vida sería un error.
Llama la atención, por último, una serie de cuentos que parecen estar emparentados. El cuento «Cerveza para el camino» nos muestra a una banda de gira por el norte chileno. En el cuento «Festejo en Punta Hermosa» uno de los músicos de esa banda se baja de la gira y descubre que se quiere regresar a su hogar. Y en el cuento «Buenos Muchachos», es el padrino de uno de esos jóvenes el que se angustia porque no sabe con certeza dónde anda su ahijado músico. Ahí Eisner elige correr un riesgo, que es dejar en el lector esa sospecha. Y creo que resulta, que funciona. La galería de personajes y situaciones es entretenida e ilustrativa incluso, y demuestra un sólido manejo de recursos por parte de su autor, desde el humor hasta la intriga.
Ahora, volviendo al consejo de Bolaño, ¿cuánto de deliberación, de premeditación puede haber, a la hora de escribir un libro de cuentos? Quiero decir: ¿no hay también una dimensión inversa? ¿No hay un momento en que el autor, sin saberlo, va siendo escrito por sus relatos? Esta es en alguna medida, la sensación que me ha producido la lectura de La sombra que arrastra el cochero de Max Valdés.
Dice en la contratapa del libro: «Otra singularidad del trabajo de Valdés, y acaso la más contundente y significativa para la escena nacional, es la amplitud de su paleta. Sorprende gratamente la variedad de registros, voces y tonos que exhiben estos cuentos». En honor a la verdad, mucho de lo dicho ahí no es como suele ocurrir, mera propaganda editorial. La sombra que arrastra el cochero (Simplemente Editores) es un conjunto de diez relatos potentes, sólidos, de gran versatilidad. En ese sentido no es un dato a pasar por alto que su autor tenga la trayectoria que tiene, con diversos premios y reconocimientos, con varios títulos publicados desde volúmenes de microcuentos a novelas, pasando por la novela infantil y el cuento. Max Valdés (1963) es uno de esos autores que uno lamenta no sean más leídos y conocidos.
Pero vuelvo al grano: ¿habrá decidido su autor escribir un libro de relatos sobre la muerte? Porque ése es el tema central de estos cuentos, ésa es «la sombra que arrastra el cochero». La parka, la pelada, la huesuda. Un tema más que arquetípico en la narrativa universal. Da la sensación, precisamente por lo dicho, de que el autor reunió una serie de relatos con distintos orígenes, y que al ir poniéndolos uno junto al otro, se fue dibujando la calavera.
Así, tenemos a la muerte en múltiples registros. Un niño mapuche yendo a la Isla Mocha, donde van a dar los muertos según la mitología de su pueblo. Un hombre pierde su trabajo entrando a la tercera edad, se compra un auto y decide ser taxista para hallar manejando el fin de sus días. Ser un muerto en vida, ser un fantasma, un inmigrante o un pordiosero, más allá de si se ha vivido mucho o poco, estar vivo y al mismo tiempo muerto, como el gato de un experimento radiactivo, como una niña postrada por un cáncer terminal. El reguero de cadáveres que dejó el terremoto del 2010 en el sur, el que dejó la epidemia de cólera de 1888 en la metrópolis, el que dejó en el país entero la dictadura militar de Pinochet. En cada uno de estos cuentos hay una versión de la muerte, y cada versión de la muerte tiene un emisario. Un cuervo como el de Edgar Allan Poe. Una figura notable.
Hay únicamente dos cuentos que parecieran haber quedado metidos en el saco por compartir una atmósfera fatalista, sin que la sombra helada los penetre del todo. Dos cuentos que tienen en común la pasión, el sexo, y una juventud sedienta: «El maestro de gramática» y «El carnaval de la cuaresma». En ellos hay jóvenes entregándose a sus impulsos eróticos, sin darse cuenta de que al mismo tiempo están alimentando a Thánatos. La pequeña muerte le llaman los franceses. Sutil conexión. También hay al menos un vínculo sugerido entre algunos relatos, un guiño que parece más bien para despistar que otra cosa, una personal obsesión casi: en los distintos momentos históricos de al menos 3 relatos, aparecen los cuasimodistas a caballo en su religiosa procesión de pascuas. Esto, que no tiene explicación alguna, es también un capricho riesgoso que el autor corre decididamente, acaso con el afán de solidificar lo que en definitiva uno siente como parte de la atmósfera propia del libro, de modo que tampoco hace ruido, o sea, funciona.
La escritura de Valdés recuerda a los más clásicos narradores del siglo pasado. Se toma su tiempo, respira, condensa y expande. Logra tonos notables tanto para la anécdota escolar como para la mitología indígena, ni hablar del retablo histórico, la habilidad para trasladarnos a la mentalidad y ética de otra época. Un prodigio. En La sombra que arrastra el cochero de Max Valdés, la muerte se viste de gala, conmueve, estremece, enternece, da rabia.
Desconciertos de Federico Eisner, y La sombra que arrastra el cochero de Max Valdés, son dos libros de relatos absolutamente recomendables, en corrientes estéticas muy disímiles, bien trabajados, y que más allá de si fueron concebidos bajo un estricto eje temático o bajo la suerte de los cuentos que se contagian y amalgaman al sentarse juntos, demuestran una vez más, que la narrativa contemporánea pasa por un abigarrado momento que enorgullecería al más pesado Bolaño. Así que lector: no pierda más el tiempo leyendo estas líneas, y lárguese a buscarlos a su librería más cercana. Ah, pero no, ojo, olvidaba algo. Su librería más cercana puede muy probablemente ser una góndola de un supermercado, o un local de un mall. Si ése es el caso, le advierto inmediatamente que ahí no hay, por lo general, nada de esta buena literatura. Mejor busque estos libros por internet, capaz que hasta le sale más barato.El Guillatún