La violencia de la confusión. Hay una violencia soterrada en la confusión. Una mente confundida o perturbada, que no distingue norte de sur ni arriba de abajo, tampoco distingue bien de mal. Así ocurre con el inmigrante ilegal o del extranjero que llega con lo puesto, dispuesto a ganar dinero aún a cuestas de prostituir a sus familiares, conocidas o coterráneas. El código violento de la sobrevivencia no conoce fronteras. Esa oscura puerta trasera es la entrada a este libro de cuentos con que María del Carmen Pérez Cuadra ingresa a la escena literaria nacional, a pesar de haber estado entre nosotros desde hace años. Es la condición de invisible que también ha vivido y padecido en su condición de exiliada.
Pero soy inexacto en alguna medida, porque el exilio que trajo desde su Nicaragua nativa a María del Carmen a vivir entre nosotros no tiene que ver con cómo entendemos el exilio dada nuestra historia reciente llena de refugiados políticos. Sin embargo es exilio de todas maneras. Un tipo sofisticado de exilio económico que si se mira bien es exilio político igualmente. La obligación o necesidad de asumir la migración como fruto del devenir de la historia personal en ese ambiguo epitelio en que se cruza con la historia colectiva.
La ruda odisea que enfrenta el recién llegado comienza siempre con esa confusión, ese desconocer el código del lugar donde se llega. Ese choque es siempre violento. Y como la ciudad que da título al volumen es Santiago, la experiencia resulta doblemente cruda, porque nuestra querida y odiada capital con su nube de smog y un transporte urbano infernal, en los ojos de esta inmigrante, que en su condición de morena nicaragüense viene a ocupar un eslabón aún más bajo que el de peruanas y colombianas, aparece llena de estatuas que nadie sabe de quiénes son ni a quiénes honra, metáfora perfecta de un país sin memoria, y llena de perros, metáfora perfecta de una naturalizada opresión ejercida con tiña y sarna a nivel callejero. En esa agresiva urbe viene a recalar esta indita, diminutivo que con cierta ternura mal-oculta su violento contenido despectivo de origen.
Entonces María del Carmen nos propone un viaje. Entramos a su experiencia de migrante, de exiliada contemporánea, y vamos viendo cómo surgen, confusos, sus propios y personales recuerdos de infancia, su azorado contemplar los códigos de esta ciudad que no la acoge, en la que se desplaza casi sin existir, capturando instantáneas del comportamiento de chilenos y de peruanos, de latinos y afroamericanos de toda laya. Entramos a su malestar, a su miedo, a su confusión. Es una mente con jet-lag la que dibuja la primera parte del libro. Son seis cuentos con escenas que me han hecho recordar cierta «escritura borracha» que Pablo Azócar lucía en su olvidada novela Natalia. La autora muestra fragmentos en los que se traslapan sueños y falta de sueño. Como una sonámbula. Alguien que de pronto siente que ha perdido el rumbo, que se pregunta a dónde voy y hasta quién soy. O como si fueran escritos por una conciencia que se tambalea mientras recibe un combo tras otro. Como si el perro del cuadro Las Meninas de Velázquez saliera de la tela y vuelto quiltro se pusiera a reflexionar deambulando por un Paseo Ahumada poblado por el detritus posmoderno y globalizado de este país, los mendicantes despojos humanos que nos dejó a plena vista y en la Plaza de Armas la dictadura.
En una segunda parte los relatos, como recuerdos, parecen ordenarse, cobran autonomía. Y desde esa suerte de adaptación al medio devuelven con ferocidad un nuevo cúmulo de imágenes igualmente sin fronteras. Logramos identificar algunos fantasmas personales y otros traumas colectivos. La nostalgia de la cuna campestre, casi una versión lárica del húmedo trópico y su cielo encapotado, cierta atmósfera con olor a aguas estancadas y estiércol; la convivencia inocente de niñez y suciedad, de contaminación y pobreza, (me pareció sentir un arbitrario y lejano eco de Miguel Ángel Asturias); y el atisbo espantoso y futurista de la ciudad de plástico que cantara Rubén Blades, y que lo mismo puede ser Managua o Nueva York, Costa Rica o Chile. Si me permito acá una apreciación subjetiva, esta segunda parte es la que más me golpeó, porque hay cuentos como «Váyase, pero regrese», ante los que sencillamente dan ganas de llorar. No voy a contar de qué se trata ni éste ni ningún otro cuento de esta sección porque creo que hay que dejarle el gusto al lector, sino uno estaría acá para descuartizar y yo vocación de matarife no tengo. Pero podría defender ante cualquiera que se trata de un relato maestro de alguien que ha vivido nuestra dictadura desde afuera y de cómo puede llegar siendo extranjero a entender y a empatizar con el dolor no de una madre, sino de todo un país. Como decía una canción antigua: «las cosas se cuentan solas país, sólo hay que saber mirar».
El libro cierra con un retorno a esa estrategia escritural altamente poética y delirante con que comenzó. Como si la violencia y la perplejidad hubiesen vencido. Como si viviéramos confundidos en un país, en una ciudad que es más bien una maqueta absurda, como si nuestra psiquis social estuviera disociada, una serie de escenas en donde lo aparente se desmorona y descascara al ritmo de los temblores. Una inseguridad que no tiene tanto que ver con la delincuencia como con la inseguridad de no saber quién es quién a cada paso. Y cuando no se sabe quién es quién, se termina por no saber quién se es. ¿Metáfora? Cualquier relación con la realidad es pura coincidencia. La ficción cobra entonces supremacía por sobre el relato realista, se vuelve todo futurista delirio (con ecos formales ahora lejanos de un Bellatín o de un Aira, por esa estrategia del desbarrancarse hacia la locura, hacia lo inverosímil, pero sin duda con marcadas tonalidades propias, mucho más cercanas a la calidez tropical y mestiza de un Cucurto, por ejemplo). Sin embargo, el cuento final desanda violentamente ese derrotero. Porque, veamos: los seis cuentos de esta parte final son de un colorido que va de los casi cortazarianos «Sospecha» (el vecino como espejo de la desconfianza) y «Viaje» (la introspección como fórmula suicida), hasta los muy exóticos «Cosita» (de un erotismo extremo, animal, sensible y sensual pero sin humanidad) y «Eva nunca duerme» (un relato derechamente futurista), tras los cuales clausura el aludido cuento final, «El retrato de la mujer sombra» (una reconocible fiesta entre escritores, artistas, académicos e intelectuales, con su respectiva chimuchina, la hipocresía y el cinismo, las envidias, los egos, las infidelidades, la ebriedad y la decadencia, todo rematado en la pérdida de memoria o de conciencia de la relatora a manos del alcohol). Entonces hay un curioso gesto de volver a tierra firme, como cuando tras una borrachera se necesita poner el pie en el piso para no sentir que todo da vueltas. Eso es lo desconcertante de este último relato, que regresa a un realismo de anécdota luego de habernos hecho viajar por dimensiones casi lisérgicas.
Acaso el Virgilio de todo este periplo de ida y vuelta al infierno, sea precisamente esa mujer sombra, la sirvienta invisible, alter ego de la propia escritora desdoblada en múltiples versiones de sí misma, a ratos animal o planta carnívora, conciencia de varias cabezas, confundida y rodeada de fantasmas de nacionalidades polifónicas, en una babel globalizada donde acusarse de ser de derecha o de ser de izquierda lo mismo da, donde el plástico es sinónimo de lo porno, de lo hot, alianza inmediata de látex y semen, simulacro de lo que alguna vez fuera eros, circunstancia ditirámbica en la que entre brindis y brindis se permite todo incluso el desliz erótico con lo extra-humano.
Creo en resumidas cuentas que María del Carmen Pérez Cuadra es una escritora audaz, tan interesante como entretenida, que ojalá sea debidamente recibida como una voz novedosa en la escena local de la narrativa, aportando un registro personal atractivo y mestizo, desde un slang en el que conviven autores clásicos como Darío o Poniatowska con íconos pop como Kate Moss o Sinéad O´Connor. Los referentes, en todo caso, se multiplicarán por miles en cada lector. Uno ha hecho apenas un personal acercamiento, que sólo tiene la intención de celebrar quizás el hecho de que uno comprende el ejercicio literario desde esa misma experiencia, la de tener que adaptarse a la fuerza a una realidad en la que sientes que no calzas, en donde no tienes sitio, y al mismo tiempo aprender a disfrutar la belleza controversial y violenta del hibridaje, el extrañamiento y tristeza del migrante, la melancolía nostálgica del exiliado, o simplemente la perplejidad del patiperro, la confusión angustiante y adrenalínica del viajero de tercera categoría y sin paradero fijo. A fin de cuentas así es como uno aprendió a ver el mundo como patria y como compatriota al ser humano.El Guillatún