Estos siete cuentos complementan y dan continuidad a Vacaciones permanentes, volumen de relatos con que debutó en 2013 la escritora boliviana Liliana Colanzi (1981). Todos ellos nos hablan del desmoronamiento de la sociedad pequeñoburguesa, donde la realidad cotidiana del estatuto familiar aparece retratada en su descomposición, y enfrentamos los síntomas que aquejan a los individuos de una generación signada por los contrastes y las contradicciones subyacentes en este contexto. Es el abismo que se abre en nosotros cuando vivimos disociados entre una posmodernidad y globalización que no termina de cuajar y en paralelo hacemos carne de tradiciones pre-modernas arraigadas en nuestras ritualizadas existencias latinoamericanas. La sensación de resquebrajamiento del suelo sobre el que se pisa: la forma en que crecimos y aprendimos a ser lo que somos, la distancia —un mundo— que nos distingue de nuestros padres y abuelos.
En una senda escritural en que se me ocurre se dan cita los bajos fondos rurales y las haciendas de Julio Ramón Ribeyro, y las escenas maritales de los suburbios norteamericanos de Raymond Carver; o que se hace eco del tono burgués de un Bryce Echeñique lo mismo que del espíritu aventurero de un Roberto Bolaño; Liliana Colanzi despliega con pleno dominio una variedad de recursos técnicos narrativos que atrapan y seducen. Agilidad en la pluma, giros insospechados, cumbres atmosféricas y poéticas, reflexiones en torno al propio oficio, y antes que todo, la palpable franqueza, la honestidad de quien se ha subido a surfear con el debido respeto que se le tiene a la ola.
Porque eso es la ola. Es esa suerte de angustia existencial o de calentura irrefrenable que nos hace escribir a quienes escribimos. La imperiosa necesidad que en algún momento de la vida nos empuja, nos mueve, nos sube a la tabla de surf. Liliana habla de huir. Escribir como quien huye. De la realidad, sí, a veces, también, por qué no. De los propios fantasmas, de las propias derrotas, de las propias ataduras. Escribir como quien viaja. La relación entre escritura y viaje es en todo caso demasiado añosa, se ha dicho tanto ya sobre ella. Y sin embargo acá está esta mujer, desdoblada en decenas de chicas, adolescentes y universitarias, oteando el horizonte en busca de sus propias Ítacas. Juanas de Arco posmodernas, Thelmas y Louises sin maridos aburridos pero con ocasionales novios de previsibles barrigas cerveceras. La ola es el llamado de la selva. Aquello que te puede llevar a salir de tu acomodada cuna en la ciudad más cool de Bolivia y te puede arrojar en una igualmente fría (cool) carretera del Reino Unido.
Porque los cuentos que dan vida a esta ola suceden en esos disímiles escenarios, en el selvático Beni boliviano lo mismo que en la universitaria Cornell, Nueva York. Y esto me lleva a un punto que es imposible pasar por alto, que es desde dónde se escribe. Y me refiero al dónde geográfico.
La Bolivia que narra Colanzi no es como algún incauto pudiera esperar o creer, una maqueta andina de zampoñas y cocaleros. Para quienes no conozcan nada ni de la historia ni de la literatura boliviana quizás valdría aclarar algunas cosas, sin ánimo de dármelas de entendido o erudito, que no lo soy. Pero piense en lo siguiente, lector: Bolivia no sólo es un país al que Chile le quitó la salida al mar. Es un territorio rodeado por Brasil y por Perú, sendos imperios en su larga vida como colonias. Bolivia es una nación que recién en los últimos años ha conocido cierta prosperidad, que ostenta un récord triste en materia de golpes militares, y cuyos índices de pobreza la convirtieron durante al menos el último siglo en nuestra Haití más cercana, a pesar de contar con riquezas naturales inmensas (hace tiempo ya que Eduardo Galeano nos contó la tragedia del oro profanado en Potosí). Entonces, si uno tiene esos mínimos y groseros elementos referenciales, y los cruza con informaciones de otro tipo, como que Evo Morales acaba de ser re-elegido con una mayoría abrumadora, o recauda el testimonio de los miles de chilenos que se dan vueltas cada febrero por el carnaval de Oruro o se instalan a vender pipas y a hacer trenzas en las cabelleras de los turistas que dan vida a la yunga paceña de Coroico; lo más probable es que encuentre una enorme disonancia entre la Bolivia que retrata Colanzi y esa que a partir de tales referentes se ha podido armar en su cabeza de chileno promedio. Podría apostar mi cabeza a que para la inmensa mayoría de chilenos, Bolivia sigue siendo poco más que Los Kjarkas. ¿Cuántos compatriotas podrán siquiera decir el nombre de un escritor boliviano?
Quizás si estiro más la cuerda se entienda mejor el punto. Démosle vuelta al prejuicio. ¿Qué diría de Chile un afuerino, un forastero, un desconocedor? ¿Es Chile reducible en el norte grande a su arquetipo pampino, explotado por Rivera Letelier hasta el hartazgo? O ¿no es acaso un retrato de Chile el que vive en los mineros de Baldomero Lillo, en los pescadores y aventureros de Manuel Rojas y de Francisco Coloane? Ah, dirá el lector, es que el país cambió, Chile es mucho más que el campesinado del criollismo. Surgieron nuevas propuestas narrativas, nuevos arquetipos urbanos, y corrida mucha agua bajo el puente, proletariado y milicia, ahí tenemos ahora todo lo que Fuguet sembró con insidia, mejorado y remasterizado, conformando un cúmulo de escrituras que la academia no duda en llamar la literatura de la post-dictadura. Perfecto. Hemos llegado al punto. Eso mismo, mutatis mutandis, es lo que ha ocurrido en todo el orbe, y con particular cercanía, en nuestra América Latina. Otro autor, también joven, que horada la misma llaga, es el peruano Daniel Alarcón, que en sus cuentos retrata el Perú de los 80s y 90s, el que conoce y conoció, y escribe sobre eso aunque vive en USA. Igual que Liliana Colanzi. Se llama globalización, post-modernidad, capitalismo desatado, nuevo milenio, etc. Lo que pasa es que no tenemos, aunque estamos al lado, la más remota idea de lo que pasa en Bolivia. Con suerte entendemos el problema de la salida al mar. Y esto para los que queremos y nos interesa entenderlo.
Entonces, y para que no quede una mala impresión o se haga una idea equivocada, lo que hace Liliana Colanzi es, con consciente franqueza, exhibir sus propias contradicciones que son también de una u otra manera las de su país. En todos los cuentos de La ola los protagonistas son jóvenes de cierto nivel económico. El «desde dónde geográfico» al que me referí, se convierte en un «desde dónde familiar», de clase social. Todos tienen una nana india o de ascendencia indígena, y por ahí se deslizan guiños idiomáticos, nombres de frutas y de aves, patrones conductuales que permiten identificar a cierto abanico de sujetos bolivianos/latinoamericanos. Los ricos se parecen mucho en todas partes del mundo, decía el finado Facundo Cabral, «andan en Mercedes Benz, compran la ropa en París y las computadoras en Japón, usan rolex, beben whisky, van al psicoanalista y escuchan a Silvio Rodríguez para calmar a su conciencia, aunque sea un rato». Esa dinámica del poder tan latinoamericana, aparece en algunos relatos descarnadamente, en primer plano argumental, y enfrentamos por ejemplo la relación entre lo que en chileno llamaríamos un patrón de fundo y un peoncito miserable, o entre un dueño de hacienda y su amante negra. Pero lo cierto es que está ahí siempre, aunque sea como telón de fondo en todos los cuentos. Lo que resulta increíble es cómo, cambiando unos detalles sutiles, esas historias podríamos perfectamente ubicarlas en un Mississipi o en un Río Grande do Sul o en la Patagonia. Eso es lo que la globalización ha permitido que comprendamos.
Me leí el libro de una sola sentada. Los cuadros que lo componen van dejando uno a uno, una sensación de curioso vértigo. Hay un viaje, una progresión. Es casi una bildungsroman dislocada. Desde el inicial Alfredito, en que la experiencia de la muerte inaugura cierta pérdida de la inocencia; hasta el relato que clausura el volumen y da título al conjunto, en que la autora se permite un confesional retorno a su tierra natal para ajustar cuentas con un pasado que se resiste al olvido, como una mancha porfiada en un abrigo que por querido no se elimina del armario.
Liliana Colanzi es, como ya lo ha dicho la crítica especializada de distintos países hispanoparlantes, una de las voces más interesantes de la actual narrativa boliviana y latinoamericana. La ola es un libro de cuentos potente y sólido, que viene a refrendar el acertado camino que Editorial Montacerdos viene trazando en la conformación de su catálogo. Yo agregaría únicamente, y para retomar un ejercicio cruel de aterrizaje a la realidad, que bien vale su precio en librerías.El Guillatún