Hace no mucho me referí al libro de un escritor debutante diciendo que a pesar de sus méritos probablemente pasaría sin pena ni gloria. Lo digo como constatación de algo lamentable, pues es lo que le pasa a una enorme cantidad de autores de diversa envergadura o trayectoria y con muy disímiles obras. Es que esa entelequia llamada «crítica» no siempre logra cumplir el que suponemos es su rol en el sentido de avalar o proponer un canon. O no al menos un canon masivo y reconocible. La crítica, ya sea la endogámica y sesuda crítica académica que habla casi sólo a sus pares; al igual que la crítica periodística, tildada siempre de superficial o ligera, y más parecida a la mera reseña o comentario (en la que por cierto se encasilla el presente ejercicio textual), no logran permear la capa de espeso aceite de pereza e ignorancia que se promueve desde el omnipotente Gran Hermano de los medios, donde gobierna el único instrumento instalado para mover arriba o abajo su dedo lapidario: el ránking de ventas. Si existe un canon, masivo y reconocible, es ése, el mercado. Isabel Allende y Pilar Sordo. Nadie discute su valor ni las discrimina por ser exitosas, seamos majaderos. El punto es: ¿qué otros autores conoce el chileno medio, el endeudado de a pie? ¿Sabe quién es Germán Marín, quién es Diamela Eltit, quién fue Juan Emar, quién fue Marta Brunet? Nombres que jamás aparecerán en el ránking y que son, sin embargo, sangre mayor de la tradición literaria nacional.
Parto con estas disquisiciones odiosas porque los 2 libros a los que me referiré pertenecen a autores de distintas generaciones que son perfectos desconocidos a pesar de tener ambos carreras literarias reconocibles, con lo que se llama una auténtica Obra, es decir con una cantidad nada despreciable de libros publicados, e incluso con premios y aplausos de las mencionadas críticas a su haber.
Rolando Rojo Redolés (Ovalle, 1941) obtuvo el Premio Pedro de Oña el 2009 con la nouvelle El cumpleaños. Tres historias en paralelo, un desenlace quizás previsible pero no por ello menos conmovedor y trágico, y un protagonista que duele como modelo de algo que en la memoria y presente de la sociedad chilena se ha negado, el sujeto dañino/dañado al que aún pareciéramos no querer ver. De un amargo escepticismo, el narrador es un profesor de castellano que tras haber vivido vejaciones innombradas durante la dictadura, arriba a la cincuentena sin querer vivir más, sumergido en un profundo desprecio por sí mismo y por todos. El daño sicológico, manifiesto en el plano sexual, le ha impedido establecer relaciones afectivas maduras y lo ha convertido en un esclavo de sus propios vicios y prejuicios. Haber padecido torturas, la mella del poder en el cuerpo, le sirve de pretexto para vivir, aunque no sin angustia, una patética sexualidad confusa y signada por el onanismo y la perversión de menores, acercándose por añadidura al arquetipo de homofóbico recalcitrante que no es sino un homosexual reprimido. Sobrevive mal, odia a todo el mundo, es un testimonio del fracaso, una llaga abierta. Un tipo peligroso, demasiado real de tan cercano, de tan familiarizado con la muerte. En menos de 100 páginas en la trama se urden el pasado, encarnado en un amigo suicida también dañado desde la infancia por esos designios cruelmente arbitrarios de la fatalidad; y el presente, encarnado en tres distintas mujeres que han tenido la mala suerte de cruzarse en la vida del infortunado protagonista, recibiendo cada una de ellas una dosis distinta del odio, la rabia, el dolor y la desesperación del infeliz. Escribiendo listas de «me gusta» y «no me gusta», espera su hora fatal. Un país entero será testigo de su legado. Un golpe bajo para este Chile donde todos somos de clase media y queremos dejar atrás las divisiones. Nos conformamos, nos adaptamos, sobrevivimos. Decimos alzando los hombros: es lo que hay. Esta breve novela de Rolando Rojo me recordó al clásico fragmento conocido como «La herida», de Manuel Rojas en Hijo de Ladrón, es un libro doloroso, nacido de un existencialismo radical, que mira con triste desdén la vida.
«No recuerdo bien, pero creo que Camus fue quien dijo que el suicidio era el único acto auténtico de la vida, o la única idea filosófica digna de ser pensada. El escritor francés tenía razón y su muerte fue una prueba de su teoría. En lo que no estoy de acuerdo es en la generalización; toda generalización es basura, mierda del pensamiento. Lo honesto es preguntarse ¿Mi suicidio es un acto auténtico, la única idea filosófica digna de ser planteada? Lo otro me recuerda a algunos autores que se plantean si la literatura vale la pena. Lo lícito (y lo peligroso a la vez) sería inquirirse sinceramente: ¿Se justifican mis libros? ¿Mi vida tiene valor? Las generalizaciones irritan el intelecto de cualquier hombre honrado.»
Me he permitido esta cita porque quiero continuar pero con otra, del otro libro a comentar, para marcar el contrapunto anímico y dar el salto.
«El poeta es un buscador. Escudriña en los puntos de fuga del lenguaje; saborea las entretelas de lo vigílico; recrea la trayectoria de la flecha y el zarpazo circular de un gato; empalma el chiste verde del borracho sin vuelta con la fugaz seguridad de los cenáculos; tiene la socarronería de un bribón y las ganas de morir de un mártir; rastrea celosamente las palabras que fueron abandonadas en otro tiempo —ya sea en tabernas abandonadas o en diccionarios que se quemaron—, en el fondo, intuye el abecedario de los fantasmas.»
Hay, hacia el final del libro, otro modo más sintético de plantear lo que sería una declaración de principios: «ostento un oficio que se arroga el apetito de la totalidad, pero que termina recibiendo las sobras de eso que usted llama realidad», y aún más adelante nos dice que «la única forma de vencer a un enemigo tan poderoso como el capital, es pactando con el mito, ocupando las estrategias de la irrealidad.»
Quien habla siempre es el poeta Aníbal Saratoga, que vendría a ser, para que el lector se ubique, el Sherlock Holmes de Óscar Barrientos (Punta Arenas, 1974). El protagonista de una ya larga saga de libros ambientados todos en su particular Macondo, llamado Puerto Peregrino. Un hablante que resulta así plenamente consciente de su oficio, y que nos entrega sus historias con dosis inquietantes de ironía y humor negro. Las novelas y cuentos de Puerto Peregrino son todas adornadas por un barroco que las sitúa en el delirio mítico, cercanas a la literatura fantástica, con un lenguaje poético socarrón y a ratos surrealista. Y este nicho que ha sabido labrar Barrientos valiéndose de su condición de magallánico herido o contaminado por las más inauditas leyendas de todos los barcos que se aventuran por ese rincón del fin del mundo, cobra en este Carabela portuguesa, un declarado matiz de denuncia política o social. Así como Ramón Díaz Eterovic (otro magallánico) ha convertido el género policial negro en una herramienta para acusar de la mano del detective Heredia a nuestros empresarios, políticos, sectarios, discriminadores, y a todo tipo de abusivos y poderosos, Choclos Délanos y Martincitos Larraínes; así mismo Óscar Barrientos ha llevado a su tierra de fantasmas y seres mitológicos, el conflicto ambiental entre pescadores artesanales y salmoneras contaminantes. Carabela portuguesa no sólo es un viaje delirante y entretenido como un tobogán, es también una voz de alerta o de lucha, un aullido, un graznido, que desde la provincia más austral del territorio, conmina al lector a resquebrajar sus propias certidumbres por la trasposición de dimensiones real/irreal. El Puerto de Hambre ya se llama así desde su funesta anécdota fundacional. ¿Podrá la ciega voracidad empresarial volver a fundarla en su mismo sitio, o extender sus páramos? ¿Puede la acción humana lograr que la Isla Desolación deje de ser isla y abarque a los fiordos y penínsulas que la rodean? ¿Convertiremos en «Inútil» a todo el territorio luego de que fuera sólo el nombre de una «Bahía»? Barrientos borronea los límites esperando que cada quien sea el que tome partido. No se puede eso sí permanecer en el limbo. No se permiten los ni chicha ni limoná. Aníbal Saratoga, de puro gato curioso, se mete a investigar lo que fuera el Ministerio del Mar y, poeta, termina desnudando al rey del condado. En el epílogo del libro, Nona Fernández dice, y no podemos sino hacernos eco suyo, que «cuando ya no hay épica, es mejor inventarla». Ya no hay metáfora. Corto y directo al mentón de Chile.
Para finalizar vuelvo sobre mis pasos y, tratando de ser mínimamente riguroso, huelga decir que la crítica con Barrientos ha sido menos mezquina y esquiva que con Rolando Rojo, con quien creo que definitivamente está al debe. Nada de lo cual desmiente mi personal diagnóstico de desidia y comodidad cómplice con el todopoderoso mercado. Si usted lector ha recogido este mensaje de suicida en una botella, agítela y sepa, por ejemplo, que Rolando Rojo lanza un nuevo libro (Putísimas, cuentos) este viernes 8 de mayo en la SECH, por si quiere ir a conocerlo. Lo otro es que se ponga a buscar en librerías las obras de Barrientos, que no son pocas aunque quizás no adornen vitrina alguna. Tendrá, eso se lo aseguro, de dulce y agraz para recibir la cuenta pública del 21 de mayo.El Guillatún