Fui hace poco menos de un mes a la presentación de la novela Huáscar de Carlos Tromben. Me informan que se posiciona como uno de los libros más vendidos en los ránkings de las últimas semanas. El acierto es de Ediciones B, y nos habla de la vigencia que las novelas históricas tienen en nuestro país. Resultan atractivas, tienen un público amplio, se venden como pan caliente. Desde siempre.
Por supuesto, señalo esto sin intención alguna de restarle mérito a su autor. Tromben tiene una obra reconocible dentro de la escena literaria. Huáscar puede no tener nada que ver con los anteriores libros de cuentos y novelas que ha publicado, puede marcar un giro novedoso y sorprendente para sus lectores; pero nadie podría decir que no esperaba evidentemente un librazo: Tromben es un tremendo escritor y eso es ya un hecho establecido. Por eso desde que se anunció la salida de esta novela, no había otra opción que sobarse las manos esperando el fin de mes para desembolsar los morlacos.
Huáscar es un documentado film sobre la fase final de lo que en Chile conocemos como la Guerra del Pacífico, y que en el resto del mundo se llama la Guerra del Guano o la Guerra del Salitre. Narrada en varios planos, es la epopeya que vivió Chile para lograr la captura del blindado peruano que asoló sus costas durante casi un año. La novela nos presenta un elenco de notables personajes de distintas dimensiones, cobrando particular relevancia los seres humanos comunes y silvestres que forman anónimamente parte de los grandes hechos. Un telegrafista y su joven ayudante, una cantora y guitarrera de posadas, un fotógrafo, soldados rasos, marineros y navegantes sin mayor rango, el cabo que disparó la bala de cañón con que se logró por fin detener al Huáscar. Sujetos a los que se le da el nombre y apellido que en los libros de historia no tienen. El autor nos los presenta tanto en la escuadra peruana como en la chilena, de suerte que visibilizamos una realidad cosmopolita, propia de aquél contexto histórico. Las tripulaciones de las embarcaciones de acá y de allá se nos revelan compuestas por un abigarrado mestizaje de nativos chilenos y peruanos, negros, ingleses y extranjeros de todas las latitudes.
El contrapunto es maravilloso porque el relato intercala en otro plano escenas que protagonizan los sujetos importantes, los que han bautizado calles y avenidas: el presidente Aníbal Pinto, sus ministros del interior Domingo Santa María, de guerra Rafael Sotomayor, de relaciones exteriores Miguel Luis Amunátegui, o parlamentarios del bando adversario como Vicuña Mackenna. Quedan así expuestas las mezquindades y ambiciones de una clase política corrupta y éticamente inescrupulosa. En su momento más álgido, esta acción pasa a ser desempeñada por los hombres de armas, fríos y pragmáticos. Pero lo más interesante (ahora que está de moda el tema de las relaciones entre negocios y política), es que se deja en evidencia la larga data de la estructura de funcionamiento del poder, de tal modo que nos resulta terrible y esclarecedor, incluso violento, porque nos hace tomar conciencia de lo antiguo que es el problema, de cuán enraizado está. Ya en aquella época, cuando el Estado era de una precariedad juvenil, se funcionaba como hoy: la clase política, y de su mano las fuerzas armadas, no hacen otra cosa que operar como lacayos de la casta empresarial. Los sujetos que desde el poder económico dictan y han dictado siempre el devenir de nuestras naciones. Ellos son los que sacrifican y elevan a mitos a los Arturos Prats y a los Migueles Grau. De hecho, y perdón por el tono personal, al menos a mí me resulta siniestro, digno casi de alguna distopía de ciencia ficción, que sigamos viviendo en un país que en realidad gobierna una misma persona desde hace siglos: Agustín Edwards. Claro, no es la misma persona, sólo se llama igual. Pero lo cierto es que, como valientemente muestra la novela, el antepasado del actual director de El Mercurio, es quien decidió que Chile debía enfrentarse bélicamente con Perú por los territorios salitreros, sabiendo ya que la guerra además de ser un negocio rentable, es prolongación de la política por otros medios. Memorables en este sentido son los breves diálogos que el ambicioso ministro Santa María sostiene con ese conspicuo millonario, dueño de los ferrocarriles y embarcaciones mercantes, de las minas de carbón y salitreras, y por cierto del diario que le miente a los chilenos. Más claro echarle agua. Yo que Tromben tendría incluso miedo.
Pero además en Huáscar se desnudan muchas verdades que la historia ha vestido con ropas de mito o de falacia. El personaje de Miguel Grau encarna particularmente un valor que cuesta hallar en la ciudadanía media, en el chileno de corazón que sigue a la roja de todos, que canta el himno y celebra las fiestas patrias con chicha y empanada. Ese Condorito que somos debiera tener presente cuando se le escapa el odio xenofóbico, que sus idolatrados héroes eran familiares directos de aquellos que aprendió a odiar como enemigos. De la mano de esto, otra verdad aparece nítida y hermosa, teñida de cierta nostalgia: la patria del mar no reconoce las fronteras de la tierra. Los marinos, los navegantes, tienen todas las nacionalidades, hablan un idioma hecho de todos los dialectos. Se hermanan y reconocen en esa lengua. La novela de Tromben es un alegato contra la arbitrariedad criminal del poder y de las fronteras, a favor de la humanidad como patria.
El libro se lee rápido y con placer, es entretenido y al mismo tiempo formativo e informativo. Lo único que me incomodó fue su elevado precio. Pero es culpa mía tener tan estrechos los bolsillos y magros los ingresos. Quizás finalmente por eso es que busqué intuitivo consuelo en las librerías de textos viejos y usados, y adquirí por un módico valor otra novela, una tan canónica como inmerecidamente olvidado su autor, hija dilecta de la novela histórica chilena como tradición. Me refiero a Lautaro, joven libertador de Arauco.
No sé si es aún lectura obligatoria por parte del Ministerio de Educación. Creo que en su momento lo fue. Tampoco estoy instando a que lo sea. Sugerir es siempre mejor que obligar. Reconozco sí, que he leído muy poco de la extensa obra de Fernando Alegría. Este año se cumplirá una década de su fallecimiento. Pero sí, claro, lo que sí sé es que hay que conocerlo, leerlo. Por eso, y por la coincidencia señalada de haber encontrado a precio de ganga su Lautaro en la plaza Carlos Pezoa Véliz de calle San Diego, decidí dedicarle estas líneas. Además, si me referí a Huáscar de Tromben, y Huáscar era no sólo el nombre del barco de Grau, sino que antes es el nombre de un rey inca, bien valía la pena intentar el contrapunto con otro héroe precolombino, esta vez uno «chileno». Mapuche, quiero decir.
Aunque ahora que lo intento caigo en cuenta que a estas alturas no hay nada mucho que agregar en torno a Lautaro, joven libertador de Arauco. Ya se ha dicho cuanto se pueda decir. Es una obra escrita en 1943, premiada internacionalmente y reeditada una enorme cantidad de veces, incluyendo las terroríficas «versiones sintetizadas» para alumnos flojos. La historia que cuenta es también muy conocida por la inmensa mayoría de los chilenos (dios me oiga): el niño mapuche criado por Pedro de Valdivia, su carácter y genio. Líder, héroe, y mártir. La sublevación y venganza personal y de una raza. Etcétera. Puedo redundar también en el manejo del lenguaje por parte del autor, sus reconocidos recursos estilísticos, su habilidad narrativa, todo eso. Nunca le dieron el Premio Nacional y vaya si lo merecía.
Pero quizás sí puedo intentar una relación con el Huáscar de Tromben a partir de lo que se supone entrega o abre en el lector el género de la novela histórica. Si ese primer libro comentado posibilita una reflexión sobre la realidad actual, sobre la humanidad y las complejas implicancias de la palabra patria; en el caso de Lautaro, tendríamos que partir aceptando el contexto en que su autor la escribió. Porque se trata de una biografía maqueteada desde su función didáctica, que finaliza prácticamente con una moraleja. Fernando Alegría fue un catedrático, un hombre de su siglo. La figura que se nos presenta del líder indígena refuerza un arquetipo que hoy no puede estar más caduco o cuestionado: «el guerrero pueblo araucano». Hoy nos resulta arcaico ese modo de pensar, a nadie hoy se le puede ocurrir con un mínimo de seriedad que una persona tenga tales o cuales características o tendencias morales (ser combativo o irreductible) por pertenecer a una determinada raza. Es absolutamente cuestionable suponer que una etnia es portadora de una virtud o de un vicio per se. También está el vínculo con la tierra, cómo se representa o expone un sentido de patria, porque ningún mapuche aceptaría lo que se propone implícitamente en la novela: Lautaro como chileno. Alegría rescata al líder mapuche como ejemplo de lucha por parte de O’higgins, y celebra la fundación de la mítica Logia Lautaro, en cuyas filas habrían estado todos los grandes héroes libertadores de América. Lo que hoy conocemos de la compleja cosmovisión mapuche nos debería impedir aceptar en múltiples sentidos el tipo de relaciones propuestas implícitamente por Alegría.
De nuevo y para terminar entonces: Lautaro, joven libertador de Arauco es de todas maneras una novela para leer en diálogo con el tiempo, con el momento en que fue escrita. Esto último, ahora que lo pienso es obvio, debe ser un factor común no sólo a todas las novelas históricas, sino a toda producción cultural. Sin embargo no parece ocioso recordarlo tratándose de biografías o de novelas que por su propia definición se sustentan en un tipo de verdad histórica que se pretende más verídica que el resto de las formas de ficción. Me parece que hay, con todo, una tradición de novela histórica chilena, que ha tenido exponentes de toda laya, con propuestas que abren un arco diverso, y que en la actualidad me hacen pensar en títulos y autores enormemente distintos. Está claro que lo básico y que la define es el acercamiento cuidadoso a la materia, la investigación rigurosa y documentación histórica. Pero a partir de ahí hay desde la versión que Hernán Rivera Letelier compuso sobre la matanza de Santa María de Iquique, hasta la criticada biografía de Inés de Suárez que Isabel Allende escribió, al parecer con una extraña pretensión reivindicativa. Yo en esta línea de despedida me limito a recomendarte lector, de todos modos, el Huáscar de Tromben. Lo otro es que hagas al menos el intento de googlear a ese tal Fernando Alegría.El Guillatún