El Guillatún

Experiencia

The Matrix (1999)

The Matrix (1999).

Queridos lectores,

Ciertas personas escriben la lista de las cosas que quisieran hacer antes de morir, y si logran cumplirlas todas, se van entonces sin arrepentimiento. Así, un sabio de la tradición talmúdica pensaba que para llevar una vida digna de este nombre, había que tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol. Otros, como Juan Antonio Sánchez en su crónica El oso bipolar, ignoran las listas y prefieren contemplar la obra de una vida de imprevistos y aspiraciones. Pero, que sean el fruto del azar o de planes sabiamente elaborados, son las experiencias que hemos vivido las que nos permiten, de cierta forma, vencer la muerte. Por lo tanto, parece perfectamente humano querer acumularlas a más no poder. Parece perfectamente humano recurrir a la velocidad de los transportes para transitar por todos los rincones de la Tierra, aprovechar la eficiencia de las telecomunicaciones para ya no perder más tiempo en burocracias absurdas o disfrutar la inmediatez de Internet para aprenderlo todo y verlo todo, para visitar en un clic las afueras de Londres o la Estación Espacial Internacional.

Sin embargo, este mes, en El Guillatún, es con perplejidad que contemplamos aquel milagro postmoderno que consiste en poder vivir, en un día, más experiencias de las que hubiera podido vivir un hombre desconectado en 100 años. En efecto, hubo un tiempo cuando hacía falta a lo menos subir el Annapurna, o haber llevado una vida de dura labor, para poder usar el noble término de «experiencia». Pero hoy en día, solemos acumular las experiencias: experiencias amorosas, experiencias culinarias, experiencias místicas, experiencias de cliente… Y para vivir una, basta con dirigirse a la empresa que nos la servirá en una bandeja de plata. Así, en Japón, es posible conseguirse a una joven que podrá, durante un par de horas, recostarse a su lado y leerle frases de amor escogidas en un cuaderno proporcionado por la empresa. Por unos yenes más, se puede incluso elegir el color del pelo de la joven o tener el derecho a tomarle la mano durante 5 minutos. Las experiencias se volvieron inmediatas, sin esfuerzo, y a veces incluso, sin movimiento. Conseguimos respuestas a nuestras preguntas sin tener que abrir un libro, vemos películas sin tener que ir al cine, nos comunicamos sin tener que conocernos y recorremos el mundo sin tener que salir de casa.

Así, la inmediatez con la cual deseamos vivir cada cosa termina encerrándonos en la inmovilidad, y, embriagados en aquella carrera de experiencias virtuales, nos despojamos de nuestros ritos, de nuestros gestos familiares y de nuestro cuerpo. Es por eso que, en su artículo El espacio en que no estás, 2ª parte, Isabel Plaza nos recuerda que el movimiento puede ser un acto contestatario, un acto de resistencia ante aquella inercia que nos retiene en los limbos. Ante aquella inercia que nos da la ilusión de vivir mientras permanecemos en una condición de consensual dependencia hacia un sistema que, por más virtual que sea, asiente su poder en nosotros. Un sistema que nos desconecta los unos de los otros, que nos aísla y que nos vuelve insensibles al mundo palpable.

Amigos de El Guillatún, aprender de nuevo a trabajar la materia, a hojear las páginas de un libro, a tomar el tiempo de llevar a cabo una obra, a esperar, a observar con paciencia el funcionamiento de las cosas, son tantos actos que nos vuelven a conectar a lo real. Es gracias a la lentitud, al tanteo y al esfuerzo que nos comprometemos con el instante presente. Son aquellos gestos lentos, aquellas experiencias largamente vividas, y aquellos escasos pero extraordinarios logros los que nos liberan de la angustia ante la muerte, ya que nos enseñan que cuando se trata de la vida, la cantidad, la velocidad y la competencia son preocupaciones bien irrisorias.

¡Hasta la vista!El Guillatún

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