Queridos lectores,
¿Qué pasará en la mente de un recién nacido que mira por primera vez las cosas de este mundo? ¿Cuán asombroso debe ser descubrir, en el transcurso de un par de minutos, el olor de su madre, la tibieza del aire que entra en los pulmones, los ruidos y el hambre? Si bien hemos borrado de nuestra memoria el recuerdo de aquellos primeros instantes, solemos recordar los deslumbramientos que, de niños, sentimos cada vez que experimentamos algo por primera vez. Aquel estupor y aquella fascinación ante lo desconocido que nos conmovieron tanto.
Este mes, en El Guillatún, nos interrogamos sobre ese paradójico desinterés que a veces sentimos ante las obras de arte desconcertantes. Así, como lo describe Keith Daniels en su artículo Enfrentándonos a la adversidad musical, ante una música rara o atípica, estamos a menudo tentados por la facilidad de pasar a la pista siguiente, la pista que nos mece en la dulzura de la rutina. Y de hecho, es cierto, no siempre podemos estar dispuestos a absorber la complejidad de un arte que nos tritura el cerebro y hace temblar los pilares de nuestras certidumbres más elementales. Sin embargo, ese desinterés deja de ser anodino cuando se convierte en un fenómeno de sociedad, cuando ya no es la consecuencia de la simple lasitud de una persona sino de una tendencia general a encerrarse en la comodidad de sus certezas.
Hoy en día, aunque los territorios más remotos estén a nuestro alcance, nuestra época cultiva la perdida de perspectiva, la reducción del horizonte y el encerramiento en una individualidad microscópica en la que solemos usar cada vez más el arte como una morfina. Una morfina para atravesar la vida como se atraviesa un túnel, sentado en un sillón cómodo, al abrigo de las perturbaciones e intemperies.
Tal ideal de quietud nos lleva a pensar que no es a la felicidad que aspira nuestra sociedad sino más bien a una forma mejorada de supervivencia. ¿Sino qué especie de felicidad podría nacer del miedo a perderse, a entregarse a lo desconocido, a olvidarse en nombre de algo que nos trasciende? En nuestra búsqueda obsesiva de bienestar y seguridad, parece que se ha desvanecido nuestro infantil anhelo por explorar las cosas del mundo, por abrir las puertas cerradas con doble llave y penetrar los misterios que nos rodean.
Ahora bien, ¿qué formación puede ofrecer a las nuevas generaciones una sociedad tan indolente? Una sociedad donde, desde hace algunos años, se difunde masivamente productos culturales mediocres, y en particular, productos culturales dirigidos a los niños, desprovistos de poesía e imaginación, como lo son los canales de TV para guagua o el sinfín de juegos, cuentos y videos disponibles en iPad y tablet, formando así a los niños a ocupar un celular antes de saber hablar o de haber desarrollado la curiosidad por el mundo, condicionándolos a bajar los ojos sobre la estrecha superficie de una pantalla.
Amigos de El Guillatún, cultivar la capacidad de asombrarse, de entusiasmarse por las cosas de este mundo es lo que nos hace capaces de reconocer el valor de lo que nos rodea. Es lo que nos hace capaces, como lo dice Claudio Aguilera en Dibujando como cabro chico, de sentir una profunda felicidad al crear, sin preocuparse ni por la competición ni por el juicio de los demás. Es lo que nos permite encontrar una causa tan bella que vale la pena luchar por ella. Es lo que nos salva de convertirnos en un pueblo dócil.
¡Hasta la vista!El Guillatún