A los pozos sin fondo
El gran reto de todo autor es dar a su historia un carácter suficientemente probable para que un lector absorto se olvide de su dimensión ficticia. Tal móvil lo lleva a observar minuciosamente el mundo que lo rodea y a disecar a sus familiares con tal de robarles su linfa, su médula y su sustancia. Sin embargo, nos equivocaríamos al acusar al autor de tener la frialdad de un cirujano. En efecto, si el autor quiere crear la ilusión de la realidad, no se puede contentar con ser el distante analista de su entorno, fantaseando sobre comportamientos que entiende solo mecánicamente. Debe operar una metamorfosis. Sus ojos deben tomar sitio en las órbitas de otro, su sangre, fluir en arterias ajenas y sus entrañas, padecer los dolores de un extraño. De este modo, el autor termina experimentando su propio cuento, a riesgo de entrar en el pellejo del asesino de la calle Morgue o del amoral Mr. Hyde.
¿Significará que el autor esté vendiendo su alma cada vez que quiera contar un crimen? Técnicamente, no existen crímenes en la imaginación ya que carecen de verdaderas víctimas. Sin embargo y curiosamente, un confuso malestar suele apretar la garganta del común de los mortales al sentir nacer ciertos pensamientos, como si existiera en la imaginación una puerta prohibida. Una puerta que abriera sobre un sótano habitado por lo inconfesable, lo vergonzoso y lo monstruoso de nuestra alma. Terminamos pensando que más vale guardar aquellas cosas en un lugar impenetrable, evitando así las consecuencias desastrosas que engendraría su brutal salida a la superficie. Sin embargo, un autor no solo se adentra en aquellos abismos sino que también trae a la luz lo que ha encontrado, arrastrando al lector a esa materia censurada e invitándole a metamorfosearse a su vez en un íntimo confidente, un voyerista, un cómplice, un depredador… Por lo tanto, contar un crimen no es un acto absolutamente inocente ya que transforma la relación entre autor y lector en un juego de roles ambiguos al límite de la ficción.
El clásico del cine de terror Ringu, de Hideo Nakata, contempla precisamente aquel momento cuando el crimen se desborda de los límites de la ficción. Inspirado en el cuento popular japonés Banchoo Sarayashiki, Ringu se inicia con la transgresión de una prohibición: no visionen la cinta maldita de la península de Izu o la muerte se los llevará dentro de siete días. Obviamente, como la curiosidad llevó a la esposa de Barba Azul a abrir la puerta del sótano, unos adolescentes (habiendo perdido hace poco su virginidad, detalle simbólico), deciden prender el videocasete y descubren un film extraño: el rostro de una mujer peinando su pelo se refleja en un espejo. Un volcán entra en erupción. Unos cuerpos reptan por el suelo. Un hombre, cuya cara está tapada por un velo, señala con el índice un pozo. De él, se asoma la silueta de una niña de blanco. Su cabellera larga y negra disimula sus rasgos. Se arrastra por el suelo con sus dedos sin uñas, dirigiéndose hacia el telespectador. Fin de la cinta.
Siete días después, el zumbido del televisor interrumpe el silencio de la tarde. Aparecen el pozo y la niña reptando, desarticulada. Se acerca al vidrio de la pantalla y lo atraviesa, revelando en el fondo de su ojo, un algo que fija los rostros de sus víctimas, petrificadas, en una última expresión de espanto.
Como lo expresa el cuento japonés, el crimen se vuelve mortal no al salir del pozo sino de la pantalla, distinción que Alfred Hitchcock prefirió ignorar… En efecto, el maestro del suspenso desarrolló una obsesión enfermiza por una de sus rubias sofisticadas, Tippi Hedren. Al enterarse de que ella no compartía su atracción, decidió extender su rol de presa a la realidad. Así, en Los Pájaros, algunas de las heridas que causaron los animales en la piel de la heroína Melanie Daniels no tuvieron nada de ficticio ya que Hitchcock lanzó sobre Hedren verdaderos volátiles. El director tuvo también la delicada atención de regalar a la hija de Hedren un ataúd que contenía una muñeca con la efigie de su madre.
Aparte de este desafortunado desbordamiento y aunque los autores suelen a veces jugar con los lectores como un depredador juega con su presa, arrastrándolos a ficticios descensos al infierno, son en general hábiles químicos capaces de destilar en las imaginaciones la dosis exacta de corrupción. Una dosis bastante elevada para causar el fin de la ceguera, pero lo suficiente leve para no acabar con la inocencia, ya que el crimen es como Medusa: uno le sobrevive solo si lo mira a través del espejo de la ficción.El Guillatún