Una vez apagados los neones del autobús, son pocos los pasajeros que vuelven a abrir ligeramente la cortina para ver la noche desfilar. Para ver la noche chilena con sus luciérnagas y su inmóvil cordillera que se destaca negra sobre las sombras rojizas.
Sin embargo, los viajeros insomnes son afortunados porque se vuelven testigos de escenas enigmáticas. Ellos pueden notar a aquel extraño anciano que tiene por único equipaje su sombrero rasgado. Después de la medianoche, se suele bajar en un lugar inhabitado para desaparecer en las tinieblas hacia algún conspirador encuentro. Y también están aquellas ventanas que alumbran el campo como si fueran espanta cucos.
El ilustre escritor Barbey d’Aurevilly tampoco encontraba el sueño cuando viajaba de noche:
«Siempre tiene algo de imponente el velar de un ser humano, aunque sea un centinela, cuando todos los demás seres humanos se hallan sumidos en ese adormilamiento que no es sino el de la animalidad cansada. Pero la ignorancia de lo que incita a velar detrás de una ventana con las cortinas corridas (…) añade la poesía del ensueño a la de la realidad. Al menos yo, nunca he podido ver una ventana —iluminada de noche en una ciudad dormida donde yo pasase— sin asociar con ese recuadro de luz un mundo de pensamientos, sin imaginar tras aquellas cortinas intimidades y dramas…»
¿Qué pasará detrás de aquellas ventanas?
Tal pregunta ofrece al hombre tres posibilidades: tener otra cosa que pensar, volverse temerario y, como la esposa de Barba Azul, asomarse a espiar o, imaginar los espantos y maquinaciones detrás de la cortina carmesí.
A todos los que velan en las horas tardías de la noche…El Guillatún