Perderse en un mapa
Los mapas tienen una extraña fascinación. Recorrerlos con la mirada es dar un paseo por la mente de sus autores y la época que los vieron nacer, dejarse arrastrar por el deambular de quien fuera su dueño y caminar por una ciudad que ya no existe, que quizá nunca existió, y de la que sólo nos queda un papel lleno de líneas y garabatos como testimonio.
Porque de alguna forma los mapas son también ilustraciones. Una idea que alguien plasmó para invitarnos a viajar y adentrarnos en un mundo que es pura abstracción. Una forma gráfica y bella de representar, que da cuenta de la realidad pero también de la fantasía.
Los primeros mapas de América conjugan de forma maravillosa y sorprendente ambos aspectos. Para entenderlos de partida hay que intentar imaginar lo que debe haber significado para los europeos del siglo XV la noticia de que más allá del mar había un continente desconocido. No es fácil. Centenares de civilizaciones que habían creado, soñado y orado lejos de su mirada. Millones de seres humanos regidos por sus propias leyes, costumbres y cosmologías. Probablemente ha sido lo más cercano a un encuentro del tercer tipo que ha vivido la humanidad.
Pero América fue América recién cuando alguien fue capaz de dibujarla. En 1507 el cartógrafo alemán Martín Waldseemüller trazó por primera vez el contorno aun difuso del continente, rodeado de agua y totalmente separado de Asia, y escribió su nombre. Gracias a la imprenta la denominación e imagen de este «nuevo» mundo comenzó a masificarse y a existir en el imaginario de los europeos.
Por ese entonces hacer mapas estaba lejos de ser esa ciencia exacta que es hoy. Basta acercarse a alguno de esos primeros retratos de nuestro continente para darse cuenta de que sus autores se dejaban llevar sin grandes reparos por la imaginación y las narraciones transmitidas de boca en boca, de puerto en puerto. Aquellos primeros planos, aquellos que datan entre los siglos XVI y XVII, abundan en monstruos marinos, seres gigantes, criaturas mitad humana mitad animal, regiones inexistentes, alegorías que son en gran parte una proyección de las fantasías, prejuicios, miedos y anhelos de Europa.
«Es una cartografía artística y novelada», asegura Miguel Rojas Mix, una de las personas que más ha investigado la representación de América y los americanos. Para él aquellos mapas perpetuaron también la idea del Otro, el extraño, y de la supremacía europea marcando desde un comienzo un modo de relación que no termina de desvanecerse.
Hacer mapas era hacer mundos. Y cada uno de sus autores, personalidades que en algunos casos lograban gran reputación, lideraban influyentes dinastías de cartógrafos y llegaban a ser éxitos de ventas, dejaban plasmado su sello dando cuenta de su época y de una visión personal.
El escritor chileno Luis Enrique Délano apunta en esa dirección al referirse a las más antiguas cartografías sobre nuestro país, que como en el caso de aquel publicado en 1646 por Alonso de Ovalle en su Histórica Relación del Reyno de Chile, eran una mezcla de mapas ya existentes y de recuerdos personales. «Así fueron naciendo los primeros mapas de Chile: funcionarios, exploradores y marinos los levantaron, a veces con celo que lindaba en lo científico, a veces con precisión y descuido burocrático, a veces con un vuelo imaginario que dio a las viejas cartas más poesía que exactitud, más fantasía que precisión», señala en la maravillosa antología Autorretrato de Chile, publicada en los años 50’ por Zig-Zag.
Hoy podríamos pensar que ya no hay espacio para la poesía en los mapas. De la exhaustividad fotográfica de Google Earth al rigor satelital de un GPS, entre el rastreo permanente que imponen los aparatos móviles y la obsesión de siempre estar ubicables que exigen nuestros tiempos, queda poco margen para perderse, para tomar desvíos e inventar trayectos nuevos.
Sin embargo, aún persiste en algunos ilustradores ese deseo de impregnar el territorio con sus vivencias y experiencias, sustituyendo las coordenadas por hitos personales, recuerdos e indicaciones al espectador.
Desde Chile, Paulina Leyton ha llevado a los niños a recorrer el mundo en Mi primer atlas (Pehuén), mientras que Fita Frattini y Alejandra Oviedo los conducen desde el norte al sur de nuestro país en El largo viaje del pequeño pudú (Pehuén), y Pati Aguilera y Barbara Oettinger deambulan por las calles e historias de Santiago en los libros Plaza de Armas, el corazón de Santiago, y Cerro Santa Lucía (Letra Capital Ediciones).
Para los amantes de los viajes, artistas como Mathias Sielfeld, Caro Celis o Amparo Phillips han echado a volar sus lápices y pinceles para traernos las notas de un jazz escuchado en Manhattan, la brisa de una tarde playa en Sydney o un paseo por la Amazonía peruana.
Esta tendencia se expande incluso a nivel mundial y el sitio They Draw & Travel reúne a centenares de ilustradores que han creado sus propios mapas cambiando las quimeras y hombres sin cabeza de antaño por los rincones favoritos de grandes y pequeñas ciudades.El Guillatún