Dos libros leídos al mismo tiempo
«Antecesor» de Rodrigo Torres y «El estado de la cuestión» de Kato Ramone
Estos dos libros comienzan con dos cuentos que me resultan hermanos y hasta gemelos, no sólo por la pueril coincidencia de que los leí en paralelo, mientras en la Feria del Libro de Puerto Montt Ramón Díaz Eterovic contaba cómo comenzó su carrera tras recibir de su padre el regalo de una máquina de escribir; sino porque en ambos casos la figura articuladora es justamente la del padre, pero un mal padre, un desgraciado al que sus respectivos hijos odian, hasta el último de sus días y aún más allá de la muerte. Son dos cuentos terribles, poderosos, en los que sus autores demuestran total manejo de recursos y una agudeza descarnada, que no conoce piedad. ¿Qué retrato puede hacer un hijo, en la adultez, en la treintena, para pasarle la cuenta a su progenitor, cuando éste ha sido un abusador, incluso un violador de derechos humanos, un pervertido, alguien que deja como legado sólo el miedo, permitiéndose incluso hacer gestos a la posteridad, como testimonios o herencias concretas que no son sino señales, mapas, piezas que como trofeos de caza se exhiben obscenamente con el único fin de humillar a la propia descendencia? En Antecesor, el cuento que da nombre al conjunto de Rodrigo Torres, la metáfora es redonda: el hijo paleontólogo salda cuentas con el padre mientras trabaja en terreno, excavando en la tierra con pulcritud, separando piedras y escombros de todo lo que puedan ser fósiles, limpiando cuidadosamente los restos de un hallazgo óseo. En Generosidad, en cambio, Kato Ramone nos instala en los últimos días de alguien a quien ni siquiera su propio hijo desea asistir en la agonía, ni limpiar sus heces, ni cambiarle las sábanas, alguien abyecto, que ya no como militar si no desde su rol de padre y esposo, sólo labró y cosechó para sí mismo la soledad más cruel y despiadada, el desprecio total desde y hacia los que debieron ser sus seres queridos. Ambos autores nos llevan a mirar el cielo del pasado con los pies puestos en el presente, la biografía como espacio físico, como cuerpo, único testimonio de lo que somos hoy, mañana de lo que fuimos.
Pero las coincidencias se agotan ahí.
El estado de la cuestión (Tajamar Editores) es un título que da cabal cuenta de lo que intuimos es al menos una de las obsesiones o uno de los propósitos del autor. ¿Qué puede ser más anodino que esa combinación de palabras plurisemánticas? Algo así como «La situación de las cosas», o «El espacio de lo indeterminado». Incluso el relato homónimo lo protagoniza un personaje cuyo nombre tiene una peculiaridad, una errata que nunca se nos revela, y que divaga por senderos que no conducen a ningún sitio, el relato va abriendo aristas huachas para desembocar en un mar insólito: «Piensa en lo que sí puede hacer, pero lo que podría hacer le parece imposible» (pág. 50). Toda una filosofía de vida, una voz de la conciencia para alguien que se dedica a escribir, y que podríamos resumir en dos propuestas como si de un silogismo se tratase: los límites de la palabra / el lenguaje no es transparente. Y agregaría: todo lo que cabe en un etcétera. Esa pareciera ser una de las cuerdas que pulsa Ramone. Lo inasible. De hecho hay un tema de Ramone con la imagen. Porque sabemos que para el que escribe, la imagen es esa frontera inasible, pues como reza el adagio, una imagen puede más que mil palabras. El cuento Atenuación (de nuevo un vocablo familiar de lo indeterminado) se trata de eso según mi personal lectura: del misterio que hay al sacar una fotografía, todo lo que se puede descubrir en ella en tanto proceso y resultado. Y funciona como un eco del trabajo del escritor. Luego el cuento El fotógrafo (ganador del Premio de Revista Paula el 2009), es también un relato lleno de espacios vacíos, de sugerencias sutiles. Y de nuevo, todo se juega en un inesperado y violento remate. El peso de las hormigas y Atribución de lo sensible me recuerdan, por esa maravilla de las asociaciones libres, a Salinger. En general enfrentamos una propuesta narrativa muy interesante, llena de escenas, diálogos y derivas, algunas conversaciones de sobremesa sin cauce ni desembocadura clara, e incluso reina la confusión en otros momentos de la mano de lo que es entonces ya una ética, de suerte que uno termina por preguntarse si un personaje efectivamente pasó de ser varón a ser mujer, o si el autor y el editor cometieron un error, o quién sabe qué cresta. Que no se malentienda, no me quejo. Es que, como dice en uno de los cuentos que más me gustó, Roberta, no hay que ser tan engrupido. En el fondo de todo esto hay una conciencia no sólo sobre el oficio si no sobre la existencia, sobre la vida y la muerte, porque a fin de cuentas todo cuanto sucede, ya en las letras como en la realidad, «sencillamente sucede, como quien viviera para siempre, y el cielo tendido allí como un reverso de escarcha, cumple una única función: estar vacío y ser, al mismo tiempo (qué hermosa locura), el vacío: un escenario perfecto, inexistente de tan existiendo» (pág. 92). Entonces como dije, hay a mi parecer una ética, cuyo resumen perfecto es acaso el más breve relato del conjunto, sin asomo de temor titulado Minimalismo, en el que Ramone se permite hacer coincidir a Kafka, Chéjov y Carver el día que se cumplen los 40 años del Golpe militar chileno, con total desparpajo y arbitrariedad. No hay para qué ponerse graves, no hay que ser tan engrupidos. Ni ponerse sensibles como un rudo escolta presidencial yanqui, o como un pezón. Todo eso es. Todo lo que cabe en un etcétera.
Rodrigo Torres por su parte, debuta con Antecesor (Libros de Mentira), otro excelente libro que transita una cuerda trabajada por algunos contemporáneos, y que uno podría llamar literatura del desencanto generacional, del cotidiano descalce entre las promesas a que nos aferramos y la frustración en la que nadamos. Del amor marital socavado por la vida hasta el cliché del ¿qué nos pasó? Del estudio de carreras universitarias que si no nos promoverían económicamente al menos nos darían algún tipo de satisfacción personal, hasta terminar en trabajando en un call center. De lo que nos convertimos con el paso de los años, obligados a pagar cuentas y aceptar las anteojeras. Me tienta el deseo de emparentar el trabajo de Rodrigo Torres con alguien, pero no logro identificar nítidamente un nombre. Me cuesta relacionar las decepciones que refleja Torres por ejemplo con las de Esteban Catalán (Eslovenia, Montacerdos, 2014) por las diferentes generaciones que retratan, Torres sería un hermano mayor de Catalán. En éste la infancia tiene color de descalabro familiar, de abandono disfrazado de McDonald, en cambio en el libro que nos convoca hallamos un cuento titulado El ojo, donde se enturbia el agua y toda ternura sucumbe, convirtiendo la niñez en un caldo espeso de maldad y hasta me dan ganas de decir que hay casi una reminiscencia de Horacio Quiroga. Pero todas estas relaciones o apreciaciones son propias de la miopía personal, es subjetivo. Pienso en Pablo Toro (Hombres maravillosos y vulnerables, La Calabaza del Diablo, 2011) o en Juan José Podestá (El tema es complicado, Narrativa Punto Aparte, 2013), que abordan también las incómodas caras del fracaso, pero hay una diametral distancia en lo que al sentido del humor refiere. Tanto Toro como Podestá tienen algo delirante y chistoso, cierto humor negro. El ¿qué nos pasó? de las parejas o del hacerse adulto de Torres, es doloroso, casi trágico, sin mueca paródica. Concedo sin embargo que el cuento La entrevista contiene a un antihéroe que deviene tragicómico sin ser ni protagonista ni antagonista, encarnando la utopía performática de quien se rebela, en mero gesto estúpido, al sistema. Los de Antecesor son cuentos de ciudadanos de baja intensidad según anota Carlos Tromben en la contratapa, y es inevitable entonces que uno piense tanto en la narrativa del propio Tromben como en la de Marcelo Mellado (autor de un libro con ése mismo título, Ciudadanos de baja intensidad, La Calabaza del Diablo, 2007), con quienes habría también cierto parentesco por esta mirada, seca, dolorosa, de clara intención política y ocasionalmente tragicómica. A propósito de lo cual, necesario es referirse al cuento Malas juntas, porque también hay un libro con ese título de don José Leandro Urbina. Pero nada tienen que ver. El de Torres es un desencuentro anecdótico: ¿qué quedó de la chica punk que estudiando antropología cantaba La Polla Récords? El de Urbina, bueno, es un clásico ochentero a estas alturas. Mi mención a la coincidencia es un piropo para el cuento de Torres, que funciona perfectamente, redondito y nostálgico, una metáfora del tiempo actual. En otro cuento, El grito del zorzal, acaso el único donde cobra relevancia el vínculo materno, la vuelta de tuerca al fracaso es preciosa y cruel, descubrir en uno mismo el avance de la insensibilización. Creo que este autor exhibe una curiosa versatilidad dentro de un arco definido, del primer relato al último, si hay una constante, es esa mirada fría y dolorosa al cómo sucumbimos y nos entregamos sin darnos cuenta a nuestras propias inconscientes crueldades, hijos o herederos de un tiempo que naturalizó la indiferencia como forma de crueldad.
Solo agregaré para cerrar estas líneas, que fue una experiencia particularmente satisfactoria y de todas maneras extraña el leer los dos libros en paralelo, intercalando un cuento de uno y luego un cuento del otro, disfrutar sus casuales cruces, intentar hacerlos dialogar desde sus diferencias en tanto textos y considerando las distancias que sus autores tienen en la carrera, siendo Ramone un autor ya con varios títulos y premios y Torres un debutante sólido y más que promisorio. En consecuencia estimado lector, te invito si me permites el cargo, creyéndome un Pasalacqua autorizado, a leerlos. Y hasta podría apostar a que el precio de ambos no los sitúa en el desgraciado y habitual margen de lo inaccesible. So, go for it.El Guillatún