Aquel territorio al que la palabra no llega
«Construir, construir y destruir sin dejar de hacerlo nunca, dejar el miedo de lado aún el mismo miedo de salvarnos como esperando siempre a Godot. Y no olvidar la magia ni la poesía. Tampoco el dolor. A comunicar a gritos, a palos, como sea, a toda pala lo incomunicable y a continuar sin parar nunca».
Son palabras del pintor chileno Guillermo Núñez, escritas un día de un invierno de 1975, mientras estaba prisionero en el campo de concentración de Puchuncaví. Había sido detenido y trasladado hasta ahí, luego de pasar por Cuatro Alamos, Villa Grimaldi y Tres Alamos, después de que la dictadura clausurara su exposición Núñez: printuras y exculturas.
Era su segundo encarcelamiento y tras 3 meses de confinamiento fue expulsado de Chile por «peligroso para la seguridad nacional» y partió a Francia. Hasta allá se llevó las imágenes del horror vivido y presenciado. Imágenes incomunicables que transforma en dibujos que desgarran la página, explotan como granadas frente a los ojos del espectador y resuenan con la fuerza de un grito amordazado.
Algunas de esas obras son parte de la muestra Dibujar con sangre en el ojo, que exhibe en el MAC del Parque Forestal y el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Desde el título de la muestra se advierte ese compromiso de Núñez con una obra gráfica sin complacencia, medias verdades, ni endulzantes, porque cada dibujo parece nacer de una necesidad tan profunda y poco premeditada como una pulsación. Y como dice él, hay que leerlos, porque son otra forma de lenguaje.
«Tierra de choque, campos minados, estos dibujos son el territorio donde la palabra no llega, no toca la esencia del conflicto, su nervio», dice en el catálogo de la muestra. Y luego agrega: «el dibujo es la respiración del universo, su energía. Un dios en llamas», invitando a «dibujar no sólo lo que vemos, dibujar lo invisible».
Por suerte, Núñez no está solo en la tarea, en el esfuerzo más bien, de intentar trazar un mapa de aquello que se silencia. En la Galería BECH, la exposición Valle de Lágrimas, de la artista Verena Urrutia, presenta una serie de frondosos jardines y coloridos ramilletes de flores en contraposición con imágenes de desastres naturales, catástrofes, guerras y violencia.
Acá nuevamente el dibujo es una herramienta para escarbar en lo profundo y sacar a la luz los dolores colectivos que con tanto esmero guardamos bajo la alfombra. En una alusión a la sociedad del espectáculo y su banalización de la tragedia, la artista remece con su obra nuestras miradas ya anestesiadas frente al desfile interminable de sucesos noticiosos que se presentan en los medios de manera superficial y descartable.
A través de su gesto, que implica aislar las imágenes del contexto original y reproducirlas utilizando como instrumento el propio cuerpo, devuelve la humanidad a las víctimas, quienes además de sufrir una tragedia, deben soportar ser trasformados en cifras de un registro estadístico.
Rayas para las suma
Íntimo, personal y cercano a la escritura, pero al mismo tiempo diverso y poderoso, el dibujo parece ser un terreno fértil para volcar de manera directa eso que se lleva dentro, como si la mano pudiera transformarse en la aguja de un sismógrafo que va marcando sobre el papel los secretos temblores y las sacudidas que llegan desde el exterior. Incluso cuando es un monigote que se resbala del lápiz distraído mientras se habla por teléfono o un elaborado croquis arquitectural, el trazo está siempre desnudo, revelando sin adornos las verdades de su autor y de su mundo.
Pero de la misma manera en que se van guardando secretos en un diario de vida, sabiendo que algún día alguien —uno mismo u otro— lo leerá transformando la reflexión privada en testimonio público, un dibujo puede ser leído como el registro de un momento significativo.
Esa multiplicidad de funciones que alcanza la obra gráfica está plasmada en el conmovedor libro Dibujos en prisión, publicado recientemente por el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos y Ocho Libros. El volumen reúne las voces y obras de prisioneros políticos que durante la dictadura lograron burlar la férrea vigilancia a la que eran sometidos y sobreponerse al terror que vivían para trazar líneas con lápices contrabandeados, trozos de carbón o puntas de clavos y rasgar una libreta vieja, un pedazo de papel de regalo descartado o cualquier otro soporte que cayera en sus manos.
Para algunos dibujar era una manera de escapar de la realidad, ocupar la mente y alejar la angustia. Para otros, como Mario Cordero «representan el querer dejar una huella, una marca en la vida», e incluso son un registro. «Al comienzo fue por simple afición. Ya después (dibujé), con el propósito de dejar testimonio de lo que allí estaba pasando», recuerda en el libro el connotado arquitecto Miguel Lawner.
Tanta importancia tenían para los prisioneros estos dibujos que con la complicidad de sus familiares, y corriendo grandes riesgos, se las ingeniaban para conservarlos y mostrarlos al mundo. «Si bien el valor artístico de los dibujos es cero», comenta otro de los entrevistados, «sí tienen un gran valor como archivo. Nadie podía entrar a los campos de concentración con una cámara fotográfica, pero a estos monitos nadie les dio importancia».
Hoy, claramente se está dando más importancia a los «monitos». Un ejemplo notable es el libro Los años de Allende (Hueders), de Carlos Reyes y Rodrigo Elgueta, en el que el dibujo no solo se hace esencial para la construcción de la narración, también posee una carga tan potente que se vuelve discurso.
De hecho, hacia el final de la historia, cuando La Moneda comienza a ser bombardeada, el dibujante cambia de registro gráfico y opta por dejar de lado la tinta y concentrarse en el grafito, «técnica que me permite expresar estados anímicos con inmediatez», según explica el propio Elgueta.
Así, en esos trazos rápidos e inciertos, líneas abiertas, fondos sugeridos y ese gris que añade a las viñetas un aire borroso con que se describen los últimos instantes de Allende es posible leer la ambivalencia de la sociedad chilena frente a los hechos, como si se tratara de un cuadro aún en proceso, una imagen que a pesar del tiempo y la evidencia histórica no podemos terminar de fijar.
Una lectura similar se puede hacer de la obra de Vicente Cociña, artista visual y dibujante de comic, quien expone sus dibujos en el MAC de Quinta Normal. Durante todo un año dibujó ambas veredas de la Alameda, desde la Torre Telefónica hasta la Torre Entel, registrando la diversidad de arquitecturas que ahí conviven, los distintos momentos de la historia de Chile que se superponen, como en un gigantesco palimpsesto, y de las transformaciones que día a día sacuden a la ciudad de Santiago.
Pero nuevamente se trata más de lo que no vemos que de lo que vemos. De hecho, el acento no está puesto en la precisión técnica o en la veracidad histórica, sino en los aspectos simbólicos. Porque al retratar la Alameda, Cociña habla menos de una calle que de un momento de la sociedad chilena, en el que la ciudadanía lucha por reapropiarse del tejido urbano para hacerlo escenario de sus reivindicaciones, pero también para alzar una voz frente a la destrucción del patrimonio, la especulación inmobiliaria y la desintegración de la identidad anclada en los barrios tradicionales. Se trata, sin más, de un llamado a organizar una nueva manera de relacionarse con los otros y con la ciudad, de una nueva forma de ser ciudadanos.
«¿Podrán estas formas vencer el sin sentido y hacer brotar el ser esencial?», se pregunta Núñez en su exposición. No hay respuesta, pero ya solo el cuestionamiento que provocan estos dibujos, los suyos y los que como él se hacen preguntas a través de su obra, es una forma de búsqueda. «El primer ser humano —escribe el artista—, hombre o mujer, que estampó su mano en los muros de las cavernas y luego dibujó animales y criaturas humanas, sus semejantes, estaba buscando descubrir, entender substancialmente en ellos el universo, su sentido de existencia y su relación con los otros. La común entraña humana».El Guillatún