El cuerpo quebrado de La Vida Doble
La adaptación de la novela homónima de Arturo Fontaine, realizada por Marco Antonio de la Parra «con enorme fidelidad al texto original» (dice la reseña de la página oficial de la obra), dirigida por Claudia Fernández y protagonizada por Paula Zúñiga, se exhibe por estos días en el teatro de la Finis Terrae. Una propuesta que revela un nuevo esfuerzo de la escena chilena contemporánea por dar a conocer otro testimonio, otro fragmento de memoria para sumar al «vocabulario incompleto», imposible, del horror de nuestro pasado reciente.
Irene, militante de la agrupación de izquierda revolucionaria Hacha Roja, cae en manos de la Central de Inteligencia tras un fallido golpe a un banco. Es torturada. Resiste. Cae otra vez. Sus captores amenazan con traer a su hija Anita. La torturan. Se quiebra. La traición a sus compañeros desata la catástrofe. A partir de ese momento, la vida o la sobrevida, la media vida, se triza, el cuerpo y el habla se dislocan, se desquician, su identidad se precipita hacia la destrucción.
A priori imaginamos que el conflicto se quiere desatar en la voluntad de protección, que se pretende natural, de una madre hacia su hija, y justificar la traición de ella en su desesperación frente a la amenaza y la tragedia inminente; o se es combatiente o se es madre dirá hacia el final. Sin embargo, como todo en Irene, sus razones están partidas: a lo anterior, se suma el odio a Hacha Roja por alimentar el sueño de una vida y una sociedad imposible, la frustración por el fracaso y el rencor por una resistencia que jamás llegó. Por último, la monstruosidad aparece aquí pareada con otra fuerza no menor, el capitalismo perverso y lascivo que le permite el acceso al consumo de bienes como recompensa por la traición. Por su colaboración con los agentes de la DINA ella recibe regalos, botas, ropa, whisky y viajes que le ayudan a anestesiar el dolor.
El diseño, la música, la iluminación, algunos dispositivos —como el uso de micrófonos a los que a veces recurren los personajes para relatar los hechos—, la proyección de imágenes sobre la estructura que se instala sobre el espacio como escenografía que se abre y se cierra para construir distintas habitaciones, y otros juegos de teatralidad disonante como una coreografía de la Rafaela Carrá que sorprende hacia mitad de la obra, son devorados por el texto y la ejecución del cuerpo frenético y caótico de la actriz, que entendemos, actúa como eco de un estado mental alterado, de una subjetividad profundamente escindida, a partir del cual se articula este testimonio sin descanso, que recorre el origen y la escalada de la transgresión en la vida de la protagonista.
Lo inabordable de esta realidad, parece ser una cuestión que se quiere instalar desde la dirección, una idea que la puesta en escena se esfuerza en transmitir a la audiencia, a partir de la introducción de distintas estrategias y recursos de distanciamiento (la actriz que reconstruye y dirige la escena, la estilización de la sesión de tortura y violación) que nos recuerdan en varias ocasiones durante la obra, algo que de antemano ya intuimos: el horror, la tortura y la violencia son siempre lugares conflictivos para el teatro (no sólo para él), y su representación apenas nos aproxima a la idea de una experiencia intraducible. Sin embargo, en este caso, queda a veces la sensación de que se opta por evitar algo que en definitiva nos sobrepasa, para poner en su lugar una imagen, una forma, un recurso que remite al hecho, pero sólo eso. En lugar de traducir en otro lenguaje aquello que es innombrable, el acontecimiento se banaliza, es purgado de carne, de cuerpo, algo que curiosamente aparece en exceso durante el resto de la obra.
Irene es ficción, sí, pero la realidad de la que toma el referente resuena en nombres como el de la flaca Alejandra, Luz Arce, la chica Carola, mujeres de carne y hueso que viven, respiran y se pierden en el tránsito cotidiano entre el resto de los mortales. La expresión de ese cuerpo enfermo de traición, de historia, de violencia, de capitalismo, ese pedazo de memoria y su relato crudísimo que nos es devuelto en testimonio ficcionado, son el aporte de La Vida Doble. Todo lo demás es ruido.El Guillatún
Teatro Finis Terrae. 31 de julio a 14 de septiembre en Sala Finis Terrae (Pocuro 1935)
Horarios: jueves y viernes 21:00 hrs, sábados 20:00 y domingos 19:00 hrs
Valores: $8.000 general; $5.000 tercera edad y $3.000 estudiantes