«El Club», una película hecha con «cariño»
Siempre constituye un riesgo para el crítico, exponerse al rutilante desfile de las celebridades del cine, incluso en un país tan advenedizo como el nuestro. Deliciosas mujeres, whisky de cortesía y música lounge, que envuelve en una atmósfera de calculado desarreglo, la extravagancia en el vestido y las costumbres de los asistentes a la premiere de El Club. Todo pareciera invitar al crítico a quedarse; a entregarse a ese vértigo de Cenicienta, transformada en princesa por el súbito favor de un hada madrina. Si el crítico no conociera ya, al menos en parte, los viejos trucos de esa vieja chocha, sin duda dejaría algo más que un zapatito de cristal en su camino a la salida. Pero se ha resuelto a lucir sus andrajos con dignidad y a limitar su consumo de Chivas Regal a la cuota mínima, con el fin de conservar su imparcialidad y entregar al lector, todas las herramientas críticas para sustraerse a una adhesión apresurada a esta película.
El Club (2015), última cinta de Pablo Larraín, ganadora del Oso de Plata en la 65º versión de la Berlinale, es un retrato mordaz de un grupo de sacerdotes excomulgados por la Iglesia Católica, que pasan sus días de penitencia en la pequeña localidad pesquera de La Boca, en la VI Región. Los sacerdotes pasan su tiempo cantando, tomando once y ocasionalmente, apostando a las carreras de perros, las que observan a distancia a través de binoculares, con un deleite que recuerda a los nefastos personajes de Saló (1975) de Pier Paolo Pasolini. La comunidad debe permanecer en el más estricto anonimato por orden de la Iglesia pero, por otra parte, pueden entregarse en privado a toda suerte de indulgencias mundanas. La Hermana Mónica, interpretada por Antonia Zegers, es el ama de llaves y la fiel colaboradora de estos Padres, a quien considera su familia. El conflicto se desata con la llegada a la comunidad del sacerdote Matías Lascano —interpretado por José Soza— quien ha sido acusado por el delito de pedofilia. Inmediatamente a su llegada, un indigente llamado Sandokán, interpretado por Roberto Farías, se apuntala en el frontis de la casa reclamando a viva voz ser uno de los abusados. Son estos hechos los que precipitan todavía una tercera visita. Se trata del Padre García, interpretado por Marcelo Alonso; un sacerdote jesuita enviado desde el Vaticano para evaluar la continuidad de esta casa de retiro. Frente a esta seguidilla de hechos, la vida apacible del Club se ve totalmente amenazada.
La localidad elegida por Larraín es interesante. Le brinda a la película una atmósfera opresiva. Una permanente vaguada costera empaña nuestra visión, como si viéramos, «a través de un vidrio oscuro», la vida proscrita de estos sacerdotes. La cinematografía de Sergio Armstrong hace otro tanto, jugando con ópticas que distorsionan la imagen hacia los bordes exteriores. Armstrong las utiliza selectivamente, aunque su criterio muchas veces sea, tan desconocido como el efecto narrativo que se pretende lograr. Aquí, a modo de ejemplo, empieza a adivinarse uno de los problemas más profundos de la película. Indudablemente la producción contaba con excelentes recursos profesionales y técnicos, pero el guión parece deformado a la necesidad de objetivos que no son necesariamente coherentes, ni orgánicos en el mundo narrativo que nos abre la película. Antes bien, da la impresión que los personajes, la estructura narrativa, los recursos formales o expresivos, fueran simples instrumentos; títeres para representar un artefacto a la vez comercial e ideológico. Y cuando nos encontramos con este vacío de contenido; cuando adivinamos, aunque sea por un instante, el interés efectista del productor, nos indigna ser parte de la estafa. Si hay un elemento que se mantiene a través de toda la filmografía de Pablo Larraín, es precisamente éste. Cada una de sus películas cuenta con la astuta planificación ejecutiva de su hermano Juan de Dios, pero en todas detectamos una «fuga» autoral y, en el peor de los casos, la simple impostura.
¿Qué aprendemos como espectadores de estos curitas infames que no supiéramos ya desde el inicio? Absolutamente nada. ¿Qué nos dice el vociferante Roberto Farías de la psicología de los niños abusados? Que sufrieron un trauma; qué misterio. ¿Nos aproximan sus descripciones obscenas a los verdaderos abismos de la violencia sexual? Son apenas remedos; manierismo lumpen arrancado de un libreto para vestir otro. A los espectadores de Acceso (2014) —montaje de Larraín en el Teatro de La Memoria— no les resultará desconocido este monólogo de Sandokán. De hecho, es preciso confesar que su personaje fue completamente reciclado de la obra que estuvo este verano en la cartelera de Teatro a Mil. No menos evidentes, son las libertades que se toma Alfredo Castro, para intercalar en la película textos dramáticos de inspiración artaudiana, que resultan algo inverosímiles en el personaje del Padre Vidal. El único personaje que logra mantener una relativa verosimilitud, es el jesuita interpretado por Marcelo Alonso, pero aún éste, pareciera ser puesto en riesgo por el afán pueril de Larraín de hacer de niño terrible del cine chileno, dando pábulo en más de una ocasión, al equívoco y al doble sentido. Los cuicos que aparecen en la película son otra caricatura más, como si Larraín sintiera pudor de representar una clase a la que conoce tan bien. Las ironías y las burlas algo explícitas que contiene el metraje, terminan de desarticular la propuesta, pues no sabemos si se trata ya de un retrato serio, o de una chacota para reírnos de un grupo de degenerados. Acaso la música cumpla la función de recordarnos permanentemente que en realidad se trata de un asunto grave. ¿Grave, como la Sarabanda de la suite para chelo número cinco de Bach? Cualquiera que admire la música de Bach y conozca el magistral uso que hacen de ella directores como Bergman o Tarkovski, sentirá una instintiva repulsa al constatar que emuladores como Larraín se arrogan los mismos derechos.
De modo que, aún cuando la cinta intente por todos los medios sacudirnos «de un puñetazo» como decía un crítico de la Berlinale, nos deja indiferentes y, lo más peligroso, nos habitúa a mirar con sorprendente superficialidad, un tema de infinitas capas y gradaciones. Pues, ¿de qué otro modo, sino gradualmente se convierte el hombre en una bestia? No basta con alienar a los monstruos, o mofarnos de ellos al punto que resulten inofensivos. Ambas actitudes muestran un temor fundamental a mirar en el interior de lo humano. El arco de una película como ésta, debe ser la expiación de la culpa, sí. Pero a ella no nos llevan las lágrimas, los gritos, ni los cuerpos ensangrentados de dolor, sino la lucha que se levanta silenciosamente en cada personaje y para ella, no existe garantía de inmunidad. «Hemos hecho esta película con mucho cariño sobre cosas a las que no les tenemos mucho cariño», dijo el director en la premiere. Larraín debería saber que Dios, como todo autor consagrado, no sólo le tiene cariño, sino que ama intensamente hasta la más infame de sus creaturas. Y ese amor, tanto en el arte como en la naturaleza, es vida.El Guillatún