El Cuarto Azul: una disyuntiva crítica
Reseñar o no reseñar es una disyuntiva inútil. Sólo plantearla indica un impulso o al menos una incomodidad que ha de resolverse en actividad. Se reseña de curioso, por enojo, o para convencerse a sí mismo del potencial oculto de una obra, etc. Sí, también se reseña por dinero, aunque sea apenas suficiente para seguir reseñando. La verdad, nadie sabe por qué se reseña, ni por qué hay obras ahí afuera, esperando ser reseñadas. Pero el hecho que lo sean, es testimonio del interés que provocan, incluso en la degradación de sus elementos constituyentes. Un hecho notable, es cómo la producción de cine contemporáneo, el cine que funciona bien en el circuito de festivales, está cada día más consciente de los insumos del proceso crítico y pareciera encaminarse inevitablemente hacia un momento en que la crítica y la creación sean términos intercambiables. ¿Puede reseñarse una película que no existe? Flaubert quería escribir una novela sobre nada. ¿Con esa clarividencia tan propia de los modernos, había previsto el autor de Bouvard y Pécuchet que los temas se estaban agotando? ¿O será que Flaubert puso por primera vez en palabras, ¡Oh anatema! lo superfluo de la historia, la importancia casi exclusiva del estilo?
El cuarto Azul (2014), es una adaptación de la novela homónima de Georges Simenon, dirigida y protagonizada por Mathieu Amalric, actor francés conocido por su notable actuación en El llanto de la mariposa (2007) y El gran Hotel Budapest (2014). La cinta, nominada a la categoría «Un Certain Regard» en el festival de Cannes, es un thriller policial que muestra cómo la pasión amorosa puede transformarse en crimen ante la frustración de poseer completamente al otro. También es el enigma de la responsabilidad que pesa sobre nuestros actos cuando ejecutamos diligentemente el papel que otro ha querido para nosotros. Julien Gahyde es un vendedor de máquinas agrícolas que vive con su mujer en las afueras de la ciudad. Tiene una hija de diez años, una casa con jardín y una vida perfectamente predecible. Pero hasta el más simplón es capaz de vivir una aventura. Esther Despierre, la viuda de un viejo conocido, y el aburrimiento, el profundo aburrimiento, son las cartas con las que se juega esta partida. ¿Pero existe la aventura sin riesgo? Si hay algo que entregan el cine y los libros es precisamente la posibilidad de vivir una aventura y quedar a salvo para llegar a cenar a casa y que todo siga más o menos idéntico. Que otros se rompan el pescuezo por nosotros ha sido siempre el discreto encanto del cine. Pero lo que el cine y los libros recuerdan casi por regla, es que las acciones heroicas tienen un costo que muchas veces no estaríamos dispuestos a pagar. Es sólo porque conocemos en parte este mecanismo aleccionador de las historias, que puede crearse esa anticipación placentera del suspenso. Ahí, en algún rincón del libro de anotaciones, se encuentra detallado el castigo que sufrirá el protagonista, aunque él no lo sabe.
Desde las primeras escenas, Esther Despierre —interpretada por Stéphanie Cléau— se revela como la amante peligrosa, una suerte de súcubo ardiente que dispone de incontables recursos para perder a un hombre. Alta, esbelta, de un porte casi aristocrático; su figura evoca una mantis religiosa, capaz de arrancar la cabeza de su amante en un arrebato de pasión. Por su parte, Julien es la víctima perfecta para esta clase de insectívora; un hombre minúsculo, de mirada extraviada, fascinado ante el poder hipnótico de su propia sangre. La narración oscila entre la sala de interrogatorios y los meses previos a un hecho policial por el cuál Julien ha sido imputado. Los encuadres subjetivos y esa cualidad desvaída que da el uso de los diafragmas abiertos, tiñen la cinta de un azul surrealista, que transita entre la memoria visceral y la reconstrucción objetiva de los hechos. El recuento de lo que se dijo, de lo que se omitió debe ser detallado, parsimonioso; como la elaboración de un guión. Lo cierto es, que en oposición a esta verdadera aritmética de los suspiros, la vida es rápida e inconsciente y Julien se pregunta cómo sería posible reconstruir siquiera un pequeño fragmento con exactitud. Pero debe hacerlo, si quiere convencer a las autoridades de su inocencia. Debe hacerlo, aunque en última instancia el análisis revele que nadie es inocente del todo; que existen rencores y satisfacciones culpables, que incluso no hacer nada y dejar que otros obren es condenarse irreversiblemente.
El cuarto azul es una película llena de sutilezas, elaboradas con bastante cuidado en la puesta en escena, en su dirección de arte y fotografía, pero con algunos desaciertos en la interpretación que hace Mathieu Amalric de su protagonista. Hay algo en su gestualidad que resulta rígido y hasta predecible en comparación con las posibilidades del personaje de Julien. Y esto, a pesar de que Amalric es un actor de primer nivel. Es una de las dificultades recurrentes en los directores que deben transitar de un lado a otro del objetivo, sin una tregua para verse a sí mismos, simultáneamente, fuera y dentro de la cinta. Luego está la novela, que a veces es una garantía contra el fracaso de la narración y otras, simplemente un obstáculo para que los mismos materiales de trabajo revelen todo el poder atrapado en ellos. Se debe seguir una pauta, ¿pero cuál? Esta es la pregunta que cada dirección reclama y que aquí, no se ha respondido de forma categórica. A pesar de esto, El cuarto azul no nos deja del todo indiferentes y merece un público despierto que discierna en ella lo que pudo haber sido, lo que logró y lo que apenas quedó en la penumbra del taller del realizador. Parte del ejercicio de análisis, es la recomposición; la síntesis de los elementos que se han aislado para comprender la obra. Decíamos arriba que llega un momento en que la creación y la crítica se aproximan. Y es que, son pocas las obras de las que podemos decir, con total certidumbre, que están terminadas. Por eso no dejamos de adaptarlas, de interpretarlas y refundirlas en algo nuevo. En este contexto, me parece que la crítica debe ser un instrumento para hacer visible este proceso creativo y no una pura retórica del gusto personal por una obra. Cuando se comienza a escribir, toda disyuntiva por dejar de hacerlo resulta inútil. Aunque el resultado sea apenas el borrador, es preciso darle forma, hacer visible la intención con la esperanza de que algún día, algún otro la complete.El Guillatún