Desafío en 2000 fotografías
«El Nombre» de Cristóbal Valderrama
La palabra cinematografía etimológicamente significa «imagen en movimiento», y es justamente desde este punto según el cual el segundo largometraje de Cristóbal Valderrama es un desafío. Realizada solamente con 2000 fotografías y prescindiendo prácticamente por completo de imágenes en movimiento, es una interesante muestra de cómo puede innovarse —muy en el lenguaje visual del siglo XXI— en las formas tradicionales de hacer cine.
La historia de El Nombre ya la hemos escuchado: Nicolás Saavedra es Santiago, un hombre que sale de la cárcel y se enfrenta a la dificultad de volver a su vida, no encuentra una ocupación estable y es rechazado por quien se le cruza por delante. En este punto, la oferta para cometer nuevo delito con un antiguo conocido no parece tan mala. Traicionado en esta nueva empresa delictiva y llevado por las circunstancias a su punto de quiebre, Santiago debe huir de todo lo que ha hecho, cambiando su nombre.
En esta huida se aleja de la ciudad escapando de los crímenes cometidos en el pasado, sin un plan claro. En ese momento es donde se encuentra con un extraño en el camino que determina en parte cómo seguirá el devenir de Santiago. Interpretado por Eduardo Barril, este sujeto es sin duda un excelente personaje secundario. Oscuro, complejo y enigmático le pregunta al protagonista «… y tú, ¿de qué estás arrancando?», como si supiese del periplo delictual que esconde. Tanto la actuación de Barril como la de Erto Pantoja, quien personifica a este sujeto que le ofrece una salida fácil, son dos grandes aciertos en cuanto al casting y ambos se encargan de sostener en gran parte la tensión de la obra.
Desde el punto de vista técnico, el film sortea con gracia los retos propios del concepto que presenta. Los logros de montaje, fotografía y arte son sustanciales y permiten que la propuesta de unir 2000 fotografías para contar una historia, resulte coherente pero también creíble para quien la ve. Es fundamental también el uso de distintos métodos fotográficos para llevar a cabo un proyecto tan complejo. Se utilizan distintos planos, encuadres, superposiciones, pero también se recurre al uso de filtros y acercamientos a las fotografías de manera de entregar un muy bien logrado dinamismo. Sin embargo, inevitablemente el guion sufre algunos baches como consecuencia de tratarse de una propuesta atrevida en cuanto a la forma, quedando algunos vuelcos de la historia o personajes inexplorados.
Esta segunda entrega de Valderrama es en algún sentido un pariente moderno y quizá más adulto de Malta con Huevo (2007), su ópera prima. Ambas juegan con el hecho de ser una especie de thriller de ensueño. Es decir, con la sensación de desesperación propia de una pesadilla. En El Nombre esto no es tan evidente a primera vista, y tampoco es un recurso narrativo como lo es en la primera, sino que se experimenta a partir del óptimo uso de las fotografías y de la atmósfera que se crea en torno al relato.
Probablemente la mejor forma de explicar lo que ocurre con El Nombre es tratar de aproximarse a ella desde esa sensación de malestar que se experimenta cuando tenemos un mal sueño. Este malestar no es un disgusto profundo, sino que es tan sutil que incluso somos capaces de recordar gran parte de lo que ocurrió, no en movimiento, sino como una serie de imágenes presentadas, ordenadas en su propio caos, en distintos colores, en blanco y negro, más rápido y algunas veces muy lento.
En cartelera en la Cineteca Nacional desde el pasado 19 de noviembre y también en el Centro Arte Alameda, es una muy buena opción para quienes quieren presenciar una experiencia nueva y desafiante en el cine. Y es desafiante desde dos puntos de vista: por un lado evidentemente lo es desde lo técnico y de la confección misma del film, pero también es exigente con el espectador, ya que demanda una tarea de interpretación distinta y mucho más intensa que en otras películas de su género.
El Nombre no es simple de abordar y en sus breves pero muy bien aprovechados 72 minutos requiere que el espectador tenga un rol activo en la historia, y es esto lo que la hace también una entrega muy honesta y en ningún caso pretenciosa. Esto último es importante si consideramos que cuando se innova de esta manera es muy fácil caer en la excesiva ornamentación, echando mano a cuanto recurso estético o narrativo existe para armar una obra rupturista. Acá la vanguardia está en la forma, el fondo se mantiene inalterado y se entrega limpiamente a la reflexión y juicio personal.
Finalmente, es indudable que la propuesta del director es muy interesante, ya que se trata de un desafío desde lo contemporáneo. Es por esto que la verdadera virtud de El Nombre es situarse en el momento que le toca vivir y, en definitiva, ser una buena película que utiliza recursos actuales de una forma valiente y arriesgada, pero no por eso menos concienzuda.El Guillatún