Editando en Chile
Leí un día —o creo haber leído al menos o alguien me dijo que leyó o me lo inventé y suena bien, vaya a saber— algo así como que los libros no los hacían los escritores, ni los ilustradores, ni los diseñadores o los impresores, quienes respectivamente escriben libros, ilustran libros, diseñan libros e imprimen libros. No, los libros los hacen los editores.
A tal frase habría que agregar un «Pero no cualquier tipo de editor». Es una raza especial de editores. Aquellos que Andrea Palet en el prólogo del libro Editado en Chile llama «los editores de verdad», esos que se enfrentan a cientos de decisiones a la hora de publicar, muchas de las cuales cuando están bien tomadas escapan a la imaginación de lectores, críticos y autores. Editores para los cuales «hay un valor que es al mismo tiempo intelectual, estético y moral en ocuparse personalmente del hormiguero de preciosas minucias y a la vez importantes decisiones que conforman la transformación de un conjunto de ideas o representaciones artísticas en un objeto físico, portable y mil (dos, tres, cuatro mil) veces reproducido», como señala Palet en el mismo libro, escrito por la investigadora Paula Espinoza y publicado por Quilombo, uno de los pocos que se ha adentrado en la historia de las publicaciones hechas en nuestro país.
Son esos editores como los que describe Ana Garralón al referirse a Daniel Keel, el suizo que publicó a los padres del libro ilustrado Maurice Sendak y Tomi Ungerer. «No siempre es fácil entrar en el mundo de los autores y su relación con editores, y mucho menos esbozar qué es un buen editor», dice la investigadora española. «Porque editores hay muchos pero aquellos que dejan una huella son en realidad pocos. El editor no solamente recibe un manuscrito, da unas palmaditas en la espalda del autor y envía el libro a la imprenta. A menudo, muy a menudo, el editor es un amigo, un confidente, una madre, un prestamista, un apagafuegos y también un incendiario que aviva las llamas de sus creadores».
En Chile hemos tenido editores de esa talla. Uno de ellos fue Carlos George-Nascimento, cuyo ideario quedó plasmado en el libro Nascimento de Felipe Reyes (Ventana Abierta Editores). En él se traza la vida del emigrante portugués que a golpe de aciertos, buen olfato, tenacidad y trabajo abrió un espacio a los escritores chilenos y publicó a figuras fundamentales de nuestra literatura, entre ellas Neruda, Mistral, Rojas y Parra, buscando nuevos lectores para las letras nacional, animando la vida cultural del país y transformándose en faro para varias generaciones.
De su importancia da testimonio en el libro el escritor Andrés Sabella: «Los jóvenes de 1940 recibimos de don Carlos el aliento y la honra de ser editados por aquel sello que proporcionó tantas alegrías, cuando Nascimento nos invitaba a tomar de sus manos el primer ejemplar de un libro nuestro… Don Carlos se adentraba en la aventura de cualquier tomo que editaba: autor y editor se entroncaban en una sola persona».
Nascimento, y junto a él otros más que también merecen tener un nombre en la historia, aún por escribir, de la edición chilena, abrieron un camino que se está volviendo a poblar. De editores «de verdad», de editores «que dejan huella».
Probablemente no conozca sus caras ni sepa cómo se llaman. Sus nombres de pila no figuran en las listas de los más vendidos, tampoco firman libros ni sus fotos salen en las solapas. Pero usted, querido lector, los ha visto en las ferias del libro, arrastrando carritos y maletas, cargando cajas llenas de volúmenes olorosos como pan recién horneado, preparando el vino de honor en el lanzamiento, atendiendo con orgullo su propio stand. Es fácil reconocerlos porque cuando toman un libro lo hacen como quien carga una criatura delicada, miran con atención sus terminaciones, acarician el papel, olfatean la tinta, pesan y valoran con todos los sentidos. Si presta atención los escuchará hablando de los malabares que deben hacer para cobrar en las librerías o pagar los impuestos mensuales que, como en poco países del planeta, paga el libro en Chile, para estirar el presupuesto, o derechamente —o en picada a la manera de los Kamikaze— salirse de él, con tal de tener el mejor papel o la mejor encuadernación, de su obsesión por erradicar la coma que sobra, el adjetivo asesino, la letra fantasma que se cuela. Pero también los va a escuchar hablando una pasión incombustible de los nuevos libros de su catálogo, de la emoción que significa acariciar el primer ejemplar de la tirada, del autor novel recién descubierto que todos deberían leer, del autor de antaño que es necesario volver a publicar.
Pero a pesar de la inmensa labor que significa editar en Chile, con su mercado reducido y lectores en minoría, se habla poco de los editores chilenos. La propia naturaleza del oficio, una especie híbrida en la que se mezclan lo comercial con lo cultural, las tablas Excel con las lecturas, la eficiencia productiva con el goce estético, ha engendrado una serie de mitos, generalizaciones y desconfianzas en torno a una actividad que pocas veces es glamorosa o rentable, y la mayor parte del tiempo es una quijotesca locura por los libros, alejada de las luces y galardones, llena de constantes riesgos, correrías tras sueños que parecen inalcanzables, luchas por cautivar al público y defender proyectos que se escapan de las normas del mercado o las líneas trazadas por un ministerio, enfrentamientos de egos (incluido el propio) y choques contra la dura realidad.
Es posible que la situación lentamente esté cambiando. El desarrollo reciente de innumerables sellos independientes, con cuidadas propuestas personales que han dado enorme dinamismo a la escena local y espacio a jóvenes creadores nacionales, algunos premios que comienzan a reconocer el valor de la labor editorial, la organización de ferias y eventos como la Primavera del Libro o la Furia del Libro que dan visibilidad a las publicaciones y permiten al público encontrarse con los hombres y mujeres responsables de los sellos, la internacionalización a través de políticas de Estado y la idea, cada vez más aceptada, que es en estas editoriales donde se está gestando un nuevo momento, más vital y diverso, del libro en Chile, son signos visibles de una nueva valoración de la producción propia.
Ahora es su turno. Es tiempo que usted, lector, comience también a reconocerlos. Parta por ir a las ferias del libro y hablar con ellos, preguntarles por sus libros, aprender a palpar como ellos los ejemplares y a disfrutar de una edición cuidada, de un libro que es un bello objeto, hecho con cariño y dedicación en este pequeño rincón del mundo. Porque, finalmente, los libros los escriben los escritores, los ilustran los ilustradores, los diseñan los diseñadores, los imprimen los impresores y los hacen los editores con un solo objetivo: que usted, querido lector, los lea y los atesore.El Guillatún