Recordemos mucho, demasiado, rabiosamente, antes de olvidar un poco
Novela gráfica «Los años de Allende»
No podemos escapar de la historia. Mientras más tratamos de alejarnos de ella, con más fuerza e ironía nos sale al paso. «Chile es un caldero hirviendo. La división política es el centro de la vida en este pequeño país que soñó en una vía institucional hacia el socialismo. El desabastecimiento provocado por el paro de camioneros solo agrava la situación». Así comienza la novela gráfica Los años de Allende (Hueders), escrita por Carlos Reyes e ilustrada por Rodrigo Elgueta, y desde estas primeras líneas un escalofrío recorre la espalda: son los fantasmas de los septiembres pasados que una y otra vez nos vienen a visitar.
Ya sé, mi amigo, usted me va a decir: «de nuevo con la misma cantinela. Llega septiembre y dale otra vez con el mismo tema». Y qué le vamos a hacer. A esta altura del partido, ya ni ganas me quedan de andar justificándome ni contando las palabras que me van saliendo un poco a borbotones, otro poco a tropezones. Es que cómo explicarle que para mí, y me aventuro a creer, para muchos, septiembre no es pura primavera y cueca. Fíjese que algunos nos vamos deshielando de a poco y en estos primeros días del mes el invierno se aferra a nuestras gargantas con garritas de hielo haciendo difícil tragar y, a veces, respirar.
Quizás aquellos fantasmas nunca se han ido. Siguen agazapados en los rincones oscuros de nuestra sociedad esperando su oportunidad para volver a atacar. Justamente lo que hacen Reyes y Elgueta es conjurarlos para darnos la oportunidad de hacerles frente. De mirarlos con la distancia que da el tiempo y la visión descomprometida de John Nitsch, un periodista estadounidense que llega Chile para cubrir el periodo que va desde el triunfo de Allende hasta su derrocamiento. Su profesión y origen le permiten ver el complejo entramado que se va urdiendo desde la derecha y Estados Unidos para sofocar la revolución popular, pero también los nudos ciegos que desde el interior van atando de pies y manos a la Unidad Popular.
Dígalo, dígalo con confianza. No sabe de qué le estoy hablando, ¿verdad? No sabe, o no quiere saber, nunca ha querido saber, que septiembre es un mes que duele. Porque mientras los aromos se llenan de amarillo y los pastos brillan con ese verde clarito tan lindo, adentro de uno algo se va enlutando. Y todo duele el doble, porque afuera comienza a hacer calor y en el cielo se elevan volantines, pero uno se acuerda de otro septiembre en que hizo frío, frío de muerte, y en que no había volantines en el cielo, sino aviones, aviones chilenos disparando contra chilenos.
A pesar de su blanco y negro, Los años de Allende está llenos de matices y color. Los personajes palpitan y logran transmitir la sucesión de emociones que encerraron aquellos cortos e intensos 1000 días. Desde el frenesí del triunfo y la energía inagotable de la esperanza a la incredulidad y el miedo, desde la solidaridad festiva y el sueño colectivo a la violencia desatada y la traición más insospechada, todo está ahí en esas páginas sobre las cuales los autores saben imprimir ritmo y movimiento. Planos ágiles, diálogos acertados, acción, suspenso y una pizca de romance, recortados sobre escenarios realistas y hechos documentados, impulsan vertiginosamente el relato. Vivimos, nos alegramos y sufrimos. A momentos incluso llegamos a olvidar que gran parte de lo contado sucedió, que la tragedia fue verdadera. Luego el desenlace que ya desde el principio sabemos que sucederá y al que agregamos todo el infierno que vino después. Entonces, súbitamente, al cerrar la última página, la ficción cede lugar a la realidad. El horror de la historieta es apenas una sombra al lado del horror de la historia.
Si me va a salir de nuevo con eso de que «no viviste esa época, no puedes opinar». Ahórrese el discurso. Llevo tantos años escuchando lo mismo, que ya para qué, ni se moleste. Y sabe que más, he vivido hartos 11 de septiembre, los de una generación que nació en dictadura y ya eso me da derecho suficiente. Y por último, ni siquiera le estoy hablando del pasado. Hablo del presente, de lo que sucede allá fuera todos los días, de la colusión de los privilegiados contra los que nada tienen, de la privatización de todo, de los abusos, de la desigualdad, el terrorismo sicológico, los pactos de silencio, la venta de ideales al mejor postor, la desinformación y la sumisión en cuotas mensuales. ¿Quiere que siga? ¿Quiere que pare? Abra la ventana, saque la cabeza de la tele, y mire para fuera. Todo está ahí. Lo remodelaron, lo remasterizaron, lo modernizaron, pero basta con rascar un poco el yeso y uno se da cuenta que la grieta sigue ahí, creciendo, creciendo.
Los años de Allende no es solo un ejercicio de memoria, es también un ejercicio de presente y futuro. Una manera de burlar el toque de queda programado al que fuimos violentamente arrojados, infiltrar en el ahora un trozo de nuestro pasado que nos permita rearmar para el mañana este puzzle llamado Chile. Y en esta operación, la narrativa gráfica es el salvoconducto, que tras la inocente fachada de los «globitos y dibujitos» ayuda a traspasar fronteras ideológicas, se cuela en la amnesia social y mete de contrabando voces y discursos que por mucho tiempo, y hoy también, se ha intentado silenciar.
Ya me callo mejor, ¿no? Para qué seguir si ya viene el 18, y hay que comprar hoy la nueva parrilla para el asado que terminaremos de pagar en tres meses más, y olvidar las penas, y gastarse el aguinaldo, y no pensar en lo que viene, total después es pascua, después son las vacaciones y gobierne quien gobierne uno trabaja igual, y no hay nada que hacer, así son las cosas, el país está jodido y para qué calentarse el mate. Pero antes de que se vaya, una última cosita, unas palabritas de un escritor chileno, Carlos Droguett, ¿le suena de alguna parte? Él escribió hace tiempo, hablando de otras muertes, de otras matanzas y abusos: «Ustedes, eternos bondadosos, dicen que el olvido es bueno, pero yo les repito —ya se lo dije el otro día cuando hablamos— que recordemos mucho, demasiado, rabiosamente, antes de olvidar un poco».
Obligado a salir del país, «por su propia seguridad», John Nitsch vuelve a andar el mismo camino que hizo a su llegada. Pero ahora lo que ve es una ciudad bajo sitio, donde las huellas de la Unidad Popular son borradas con brochas y fusiles. Tendrán que pasar más de cuarenta años para que pueda regresar a Chile y reencontrarse con una parte de su pasado y con su antiguo amor. «¿Qué voy a decirle?» se pregunta entonces y su interrogante es también la nuestra. Qué vamos a decirnos los unos a los otros. Qué vamos a decirnos a nosotros mismos. Qué vamos a decirles a nuestros hijos y nietos sobre ese septiembre, sobre nuestros septiembres de cada día.El Guillatún