Tres historietas de autor y una generación en la encrucijada
Vivimos una época extraña. En tan solo algunos años el país que conocimos desapareció y tuvimos que aprender a sentir con emoticones, a estar siempre ubicables, a encontrar algo parecido a una verdad entre toneladas de información contradictoria y a medio digerir. Nadie nos preparó para enfrentar un mundo donde el futuro es el presente, donde cada vez menos cosas son reales y más son virtuales, donde todos tenemos la obligación de dar una opinión pero nadie tiene el tiempo ni las ganas de escucharla.
Hoy todo se ha vuelto tan complejo que nos aferramos a la infancia, porque es lo único que permanece fijo. Es nuestro punto de referencia. El faro que, creemos, nos ayudará a volver a una época en que todo era en apariencia más sencillo. A quién le puede extrañar entonces que en la actualidad vivamos un eterno remake, instalados en una enorme juguetería en la que buscamos cumplir nuestros sueños infantiles.
Pero hay que asumirlo, ya no somos niños. Ni los disfraces, ni el chalequito vintage o la colección de muñequitos de La guerra de las galaxias nos pueden devolver a ese lugar mágico.
Simplemente, porque crecimos y la realidad, la conciencia y la experiencia, nos fueron arrebatando la inocencia. Podemos, por ejemplo, intentar creer que los ochenta, la época de nuestra infancia, tiene un candor especial, pero sabemos que basta con raspar la superficie dorada para que salga la verdad.
De eso nos habla Chikijet. Memorias de una infancia ochentera, el libro de Margarita Valdés publicado por Vasalisa. A simple vista se trata de una colección de adorables, y hay que reconocerlo, entrañables recuerdos de nuestra niñez. Narrados con soltura y humor, los breves episodios nos muestran ese Chile en el que jugábamos en la calle, pasábamos el día entero en bicicleta y patines, nos asustábamos con Thriller de Michael Jackson y Pesadilla de Freddy Kruger, bailábamos con Miguel Bosé, veíamos He-Man y Candy, y tele, demasiada tele. Años en que nos dijeron que el amor era más fuerte, aunque la vida nos comenzaba a decir que el amor también dolía fuerte.
Pero otro mundo se desarrollaba a nuestro alrededor. Y, con sutileza y acierto, Margarita Valdés da cuenta de él. Ahí están los apagones, la nana que lee a escondidas Los zarpazos del puma y la madre que sin medir consecuencias se enfrenta a un pelotón de soldados que vienen a allanar su casa. Realidades que a los ojos de los niños no son más que acontecimientos irrelevantes pero que para nosotros son un manto gris sobre la felicidad de aquellos días.
Al comenzar el libro, la protagonista se preparaba para volar. En la última imagen ella está de espaldas en lo alto de un edificio, mirando ensimismada un libro de historietas cuya primera viñeta se titula, al igual que en Chikiyet, La magia.
No podemos volar y tal vez la magia es solo una palabra, pero quizá podemos creer, como dice Gabriel Garvo en Supernormal, el libro que publicó con Feroces Editores, que «comenzar a hacer cosas porque sí es un viaje directo a la infancia». Recuperar ciertos gestos cotidianos, muchos de ellos bellamente inútiles. «Tomar agua sin vaso», «cantar solo» o «no revolver bien el té para que salga dulcecito al final», por ejemplo. Gestos diminutos que nos conectan con recuerdos y afectos, pero que también nos invitan a volver a mirar en torno nuestro.
Perpetuadas en páginas en blanco y negro, con un trazo despojado y una narración que propone cierta distancia emocional, estas historias mínimas, coleccionadas pacientemente por el autor durante sus largos viajes en locomoción colectiva, adquieren una épica singular.
Pausadas, reconocibles y cercanas como cualquiera de aquellos largos y somnolientos veranos de la infancia, las situaciones descritas se van desarrollando casi en cámara lenta, dando tiempo al lector para atrapar pequeños milagros. Porque el poder de esta historieta no está en lo que se cuenta, sino en el cómo se cuenta, en la mirada de su autor, en su capacidad para observar lo que todos observamos y transformarlo en algo nuevo y, a ratos, conmovedor.
En una época en que las tecnologías nos bendicen, y al mismo tiempo maldicen, con la posibilidad de estar siempre en todas y en ninguna parte, Garvo recupera el aquí y ahora, la necesidad de ser en el presente y abrir los ojos a un mundo lleno de sorpresas y enseñanzas… reservadas, por supuesto, a quienes sean capaces de sacar los ojos del buzón de mensajes.
Esa necesidad por quitar el pie del acelerador y dar un nuevo ritmo a la existencia puede también leerse en otro libro de historietas publicado recientemente. Tras su exitoso debut, Catalina Bu vuelve en la segunda entrega de Diario de un solo (Catalonia) a interesarse por los desafíos de hacerse adulto en una época como la nuestra.
Como un lente de aumento que amplifica los pequeños desaciertos y triunfos de la vida contemporánea, las viñetas revelan los sinsentidos nuestros de cada día. Desde agobiantes e improductivas jornadas laborales, a la imperiosa necesidad de sumergirnos en la evasión digital y relaciones mediatizadas y despersonalizadas.
En ese espejo deformado nos reconocemos. Porque todos tenemos algo del solitario personaje azul creado por Catalina Bu. Todos nos hemos prometido, sin cumplir, dormir temprano y ver solo un capítulo de nuestra serie favorita. Hemos clamado a los cielos por una prórroga para luego ver gatos bailarines en Youtube y escribir listas de lo que debemos hacer y probablemente nunca concretaremos.
No es fácil dilucidar si la criatura de Catalina Bu es un rebelde antisistémico que reivindica el ocio y duda de la felicidad instantánea, un apático antisocial e hiperconectado o un bipolar capaz de desvelarse por un perrito de la calle y dormir durante un fin de semana completo.
Pero sí es seguro que su encanto reside justamente en que es cada una de esas cosas y una mezcla de todas ellas. En eso nuevamente se parece a muchos de nosotros, habitantes de una generación enfrentada a drásticos, vertiginosos y paradójicos cambios culturales y sociales, que al mismo tiempo quiere todo y no quiere nada, cuyo lema bien podría ser una de las frases contenidas en el libro: «Hogar es donde tienes Internet». Una generación que sin embargo, y a pesar de tener a la mano tecnologías que hace 10 años parecían los sueños de un escritor de ciencia ficción, busca reconectarse consigo misma, o como propone el personaje de Diario de un solo, en sintonía con Garvo, volver a disfrutar la alegría de caminar por la calle escuchando una canción favorita, con el olor a libro nuevo y el aroma de las sábanas recién puestas, con el orgullo de arreglar por sí solo la puerta del lavamanos.
Parece sencillo, pero no lo es tanto. No hay vuelta atrás. No podemos deshacernos de las contradicciones de nuestra época y buscar refugio en una era pre digital. Somos nuestro tiempo y también el deseo de no serlo. Ahí está la paradoja de estos libros. Ahí está el logro de sus autores, quienes son capaces de plasmar anhelos y agobios colectivos. El resultado es esa tensión que se traduce en risa y nostalgia, que nos deja pensando en nuestra manera de vivir, en nuestras carencias y búsquedas.El Guillatún