El Príncipe Desolado: fuerza en el rechazo a toda imposición
Una frase queda resonando al concluir el sarcástico coro de introducción y al final de El Príncipe Desolado de Radrigán: «Todo lo hiciste en nombre del bien, en nombre del amor», pero lo hecho causó muerte y castigo. Las categorías de bien y mal, lo que se puede o no se puede hacer, los impulsos y la fuerza del amor, son lo que constituye el sentido dramático de la obra. Luzbel fue castigado por su desobediencia y Lilith por haberse dejado seducir por su belleza. Parece una historia ubicada en los tiempos del Génesis, al comienzo de la humanidad, pero el tema real es más cercano, es la forma del proceder totalitario, que impone leyes y castiga duramente toda transgresión.
Radrigán, filósofo y poeta que escribe obras para el teatro, eligió el alto tono de una historia ubicada en los orígenes mismos de lo que en Occidente entendemos por la Creación de la Humanidad, el tiempo del Génesis Bíblico. Los personajes se encuentran enfrentados a una fuerza que los supera, el poder de Dios y el castigo a la transgresión. A su vez ellos actúan impulsados por otra fuerza incontrolable, el amor humano. El desafío para el autor y para el director es poder dar ese tono superior, hacer ver en escena la magnitud de la historia. Por eso se pensó en el director chileno, largo tiempo radicado en Alemania, Alejandro Quintana.
Presumiblemente, al iniciar el trabajo de puesta en escena, el conjunto pensó que el tema bíblico colocaba la obra en la lejanía, en un tiempo legendario despegado de nuestra realidad, por eso agregaron una introducción que deja las cosas más claras: allí se critica la visión de Chile como un país democrático y de éxito económico. Lo ven como un país de carnaval, con ídolos desechables, con tribunales en los que no se hace justicia, donde muchos han quedado como vagabundos sin caminos ni horizontes. Radrigán, que había querido indagar dónde estaba el origen de las tiranías, había elegido remontarse hasta los orígenes remotos y había preferido el tono elevado e indirecto, para no ser él mismo lo que criticaba, lo aceptó.
Tema central es el rechazo a toda imposición, incluso la básica de lo que es bien y mal. Luzbel señala que no está ahí para discutir por qué existen las categorías, sino para encontrar una medicina que salve a su amada Lilith. Pero aunque no quiera discutirlo, está de hecho sometido a una ley que castigó su disidencia y arrastró en el castigo a su compañera Lilith. Ese es el punto central, ni aún Dios puede imponer una ley absoluta que no tome en cuenta lo humano.
Del poder de concepciones absolutistas que vienen desde el origen de la civilización y de seres que pertenecen a la leyenda se puede hablar, pero ¿cómo se muestran en el escenario? Radrigán lo enfrentó en su texto y Alejandro Quintana asumió la tarea de convertirlo en situaciones escénicas. Contó con un equipo de grandes actores a los que en 3 meses logró sacar la fuerza que requerían esas acciones legendarias. Lo que logró con Francisco Melo es realmente notable. Desde hace tiempo no lo veíamos tan bien. Sus desplazamientos en el escenario, cubierto con una gran capa oscura con brillos iridiscentes, eran casi una coreografía de ballet; al abrir su capa hacia el final y quedar en una tenida celeste luminosa, nos convencía que era de esferas superiores (acierto del vestuarista Jorge Chino González). Otro elemento casi imposible de lograr era colocar a Luzbel ante la gran muralla del Edén y sobre ella a los guardianes que impedían la entrada. Un dispositivo creado por Eduardo Jiménez, el escenógrafo, permitió dar esa impresión por medio de una alta estructura metálica, movible y modulable. Al fondo, en la altura del gran escenario de la sala principal de Matucana 100, unas inquietantes figuras, como restos humanos, colgaban cabeza abajo, mutiladas. El diálogo con los guardias que cuidaban desde la altura, el ingreso subrepticio a una habitación dentro del Edén, el espacio de una plaza donde se discutía lo que se debía hacer, se formaban con rápidos movimientos de esa estructura metálica.
Silvia Marín como Lilith, en su condición de la amada enferma que Luzbel quiere salvar, se desplaza en amplios movimientos más cercanos al suelo y expresa la angustia que le causa la insistencia de Luzbel en salvarla, lo que acarreará el castigo inexorable a sus hijos.
La silenciosa mirada de todo el conjunto al comienzo de la obra, llegó a ser intimidante en la de Andrés Céspedes. Daniela Lhorente agregó pasión al encuentro de ella con su padre, Luzbel, ella y Silvia Marín, dieron la visión femenina, más comprensiva, en este drama de guerreros obligados a acatar una ley intransigente. Irreconocible está Daniel Alcaíno en su personaje del hijo Yalad, muestra su versatilidad en la interpretación de personajes; Pepe Herrera tiene a su cargo las frases finales más duras del coro inicial y es luego un alto funcionario del Edén. Miguel Ángel Acevedo, como el hijo Bilsán que está a cargo de la guardia de Edén, debe tomar las decisiones contra sus padres y es el primero en morir por haber hablado con Luzbel, tiene un papel muy central pero está en etapa inicial de su carrera.
La incomprensión de lo humano, la rigidez que se atribuye a la ley y al castigo divino son creaciones de Juan Radrigán para El Príncipe Desolado, no están en El Génesis de La Biblia, aunque hay antecedentes en el Libro de Job y en el Libro de las Revelaciones o Apocalipsis. Ellos son una base para su imagen poética de los males que trae a la sociedad la tiranía y la intransigencia.
Con un tema difícil de representar, el director Alejandro Quintana logró darle a El Príncipe Desolado una alta dimensión y obtener de cada actor el máximo de su fuerza expresiva. Un mes antes del estreno hizo un ensayo general con invitados, y si bien la obra fue evolucionando y se enriqueció, ya un mes antes estaba completamente montada.
El Príncipe Desolado alcanzó a tener sólo cuatro representaciones en el mes de enero en la sala principal de Matucana 100, antes de que el director regresara a Alemania, pero tendrá una nueva temporada en abril.El Guillatún