Sin movimiento: conflictos en la normalización del cuerpo
CUERPO EN NORMA
Hace algunos años, en el marco de un ejercicio de composición coreográfica, me propuse indagar en la imagen del cuerpo inserto en la cotidianeidad de la gran ciudad versus el cuerpo y sus ritos en la intimidad, en su hogar. En ese momento no me motivaban grandes pretensiones, solo deseaba esbozar imágenes y a través de ellas dejar de manifiesto que todo aquello que participaba en la imagen del cuerpo, desde lo más externo y ornamental como la ropa hasta lo más interno relacionado con su funcionamiento psicofísico, quedaban expresados en su particular y única forma de moverse, forma que era una en el espacio público y otra en el privado.
Para llevar a cabo esta labor me basé en la observación. Esto lo entenderán con seguridad todas aquellas personas dedicadas al arte; somos grandes observadores de cuanto acontece a nuestro alrededor, observadores y críticos/as reflexivos/as. Por eso a nadie sorprenderá que tras una mirada panorámica en Alameda con Paseo Ahumada, mi primera sensación se relacionara con el tiempo, o la ausencia de éste. La prisa de cuerpos al servicio del tiempo. Cuerpos organizados para arribar a una meta, daba lo mismo cuál fuera ésta: el trabajo, una tienda, el banco, el colegio, hasta una heladería. Pero esto no es realmente un fenómeno extraño, todos deseamos llegar a algún lugar, los movimientos fundadores del ser humano consisten en ello, somos capaces de empujar para ir, donde sea. No, lo que realmente llamó mi atención fue que la mayoría de los movimientos de los cuerpos que observaba variaban muy poco; casi podría decirse que eran autómatas con una visión enfocada hacia delante, seguidos solo por el tenue eco de sus pasos.
En un primer momento pensé que esa relación de dirección delante-atrás era natural, una clara consecuencia de la propulsión, pero luego decidí introducirme en la multitud y ocurrieron dos cosas: primero, inmediatamente y sin reflexionarlo decidí cuál sería mi destino, mi meta y ahora que tomo conciencia de ello me percato que quienes habitamos la ciudad poseemos una especie de mapa o catastro inscrito en nuestras memorias del que no podemos prescindir. Es más, este es parte de una norma, norma impuesta por el ordenamiento de la ciudad, por hitos arquitectónicos y urbanísticos y garantizados por el estado —siempre resulta más seguro preguntar por una dirección a un carabinero que a cualquier otro transeunte—. Segundo, una vez que pasé a formar parte de la multitud peatonal debí seguir un ritmo y adaptarme a cierta velocidad que no me invitada a otro movimiento que no fuera avanzar. Detenernos en seco y sin previo aviso o estirar los brazos hacia los lados por puro placer, dos gestos tan simples y orgánicos, no forman parte del lenguaje corporal cotidiano en la urbe; con suerte éstos se los podemos dejar a los recorridos en un parque el domingo, pero no al tráfico humano institucionalizado. Esos movimientos «diferentes» quedan relegados al ámbito de lo performático.
El ordenamiento de la ciudad determina nuestro propio orden y acaba dictaminando el rango de nuestra movilidad. Incluso si lo pensamos bien, esto no se da solo en las calles, la normalización del cuerpo está presente a través de todas las instituciones al interior del estado. Desde el momento en el que somos escolarizados se inicia el proceso de domesticación de nuestros cuerpos. Nos sientan en sillas frente a mesas mirando una pizarra, nos ordenan en filas de las que no se debe salir, debemos aprender a movernos a un mismo tiempo para conformar una unidad coherente y sobre todo no pasar a llevar a nadie, pues recordemos que estas normas se basan en la tan manipulada y a mi gusto malinterpretada noción de respeto. Solo se nos permite un respiro, un «minuto de confianza», en los recreos. A grandes rasgos estas dinámicas se mantienen hasta la edad adulta, en cualquier lugar de trabajo somos ordenados en espacios y por objetos que regulan nuestra movilidad. Pero aquí el «minuto de confianza» ya no es salir a jugar y correr a nuestro antojo, esto lo hemos cambiado por un cigarrillo en la calle, una compra rápida, una ida al banco y con mucha suerte, una escapada al gimnasio. En ninguna de estas actividades el cuerpo ha dejado de ser esculpido por el orden de la ciudad y sus instituciones al servicio de la productividad.
¿Cuál es entonces el espacio para los movimientos libres y espontáneos? ¿El de la intimidad? ¿El hogar? En el hogar sin duda los movimientos se suavizan, nos damos la licencia de expandir el cuerpo y salir un poco de la carcasa que nos impone la prisa. Pero el deber no cesa, incluso el espacio de la intimidad está supeditado a ese deber mayor que impone nuestra sociedad y el mercado. Nos siguen rodeando objetos que norman nuestro funcionamiento, objetos de los que ya no sabemos prescindir.
LO ORGÁNICO TRAS LA IMAGEN. UN RETO PARA EL ARTE
Intentemos reflexionar sobre qué podría ser considerado natural en el movimiento corporal: ¿Un espasmo? ¿Un reflejo? ¿Una contracción? ¿Lo que pertenece al orden de lo espontáneo? Nos haría bien recordar que el movimiento del cuerpo humano es posible gracias a la fantástica particularidad de su anatomía y la organización de sus partes. Lo que termina por consolidar estas características es su uso, la forma en que desarrollamos sus capacidades móviles y esto tiene que ver con lo que seamos capaces de permitirnos experimentar, con oportunidades. Pero si hemos crecido educados en un orden restrictivo, esta tarea resultará carente de importancia; puede que nos hallemos sumidos en la ignorancia imbuidos en anuncios publicitarios que nos indican qué ropa usar, con qué calzarnos y que incluso nos proyectan una forma de movernos, una estética. La valla publicitaria se ha convertido también en referente y meta.
En algún momento he mencionado la palabra «propulsión». Efectivamente ésta tiene que ver con el avance, pero también con el impulso, con la proyección y con la fuerza, que en nuestro caso, en el de los humanos, tiene que ver con empujar la tierra para avanzar, pero ojo, avanzar a cualquier lugar, incluso con la riqueza de poder hacerlo desde distintas partes del cuerpo si así lo deseamos. Qué distinto se percibe en la mente propulsarnos en medio de la naturaleza a tener que hacerlo desde el cemento. Y ésta es tan solo una de las características que nuestra anatomía es capaz de ejecutar. Podemos arrastrarnos, suspendernos, controlarnos, entregarnos y expandirnos, podemos combinar direcciones en un mismo movimiento, podemos girar sobre nuestro eje, fuera del eje y siguiendo una espiral. Todo ello gracias a nuestros huesos, nuestras articulaciones, nuestra columna, los músculos, la respiración, el buen funcionamiento de nuestros órganos y la atención que prestamos a nuestros sentidos poniendo toda nuestra sensibilidad e intuición al servicio de nosotros mismos.
Pero no es esto lo que vemos día a día en las calles inundadas de cuerpos tensos, articulaciones fijas y restringido campo de visión. La normalización desde las instituciones, desde la urbe misma, desde la publicidad que nos rodea, todo pareciera un gran complot contra nuestro cuerpo que nos va alejando rápidamente de esos movimientos primarios que todo neonato inició de manera espontánea: los movimientos nacidos de la curiosidad por salir a investigar el mundo.
Algo tan inherente al ser humano ha tenido que profesionalizarse a través de técnicas de terapia corporal que bien conocemos y agradecemos quienes nos hemos formado en danza y teatro: Feldenkrais, Eutonía, Antigimnasia, Anatomía para el movimiento y Huesos para la vida, todas nos guían a recuperar la sabiduría guardada en nuestros cuerpos y junto a otras de origen oriental que se han ido masificado como el Yoga, Chi-kung y Tai-chi, conforman una especie de trinchera que opone resistencia a la dictadura impuesta por la publicidad y los medios de comunicación. Pero dicha resistencia se basa en una lucha de principios cuando son los propios medios quienes han vuelto los beneficios que ofrecen estas técnicas, una mercancía más.
El otro día llamó mi atención en una revista de productos naturales la leyenda «La figura que imaginas, ahora es posible», rodeada de fotografías de rostros lozanos, cuerpos jóvenes y esbeltos sosteniendo un mat, una bicicleta y una botella de agua. Sonrisas fijas, acartonadas, muecas de la felicidad, completamente alejadas del panorama que observé ese día en Alameda con Paseo Ahumada. Ellas y tantas otras presentes en los medios masivos ofrecen por sí mismas una promesa, un ideario, la proyección de la imagen deseada. Ninguna habla de proveer de espacio al cuerpo, de respetar sus procesos de desarrollo, de otorgar libertad de movimientos, libertad para explorar, experimentar y decidir lo que más nos conviene.
Muchas de estas reflexiones las quise plasmar en ese ejercicio coreográfico que enunciaba al principio de este artículo. Nuestra movilidad dentro y fuera del espacio público está tan condicionada a factores externos que asumimos como naturales, que mi propuesta acabó siendo una caricatura de las relaciones corporales que se establecen con la ciudad, con los artefactos y entre los propios cuerpos. En ese panorama, los sentimientos acaban estallando en nuestras propias caras, en nuestras relaciones interpersonales, recordándonos que es imposible contener por tanto tiempo un cuerpo encorsetado.
Sin embargo esta representación que de manera irónica intentaba ser crítica, no distaba mucho de tantas otras expresiones artísticas que han hablado sobre el cuerpo y denunciado sus distintos aparatos de manipulación. Y desde esta perspectiva la danza vive una dicotomía. Por un lado quienes nos dedicamos a ella estamos capacitados para representar corporalmente nuestras ideas; los cuerpos quedan al servicio de la simbología de la representación, que entre otras cosas, nos permite hacer críticas y denuncias. Pero esos cuerpos son entre muchas especialidades los que más han experimentado, a veces incluso sufrido, procesos de normalización. Me refiero al intenso y continuo entrenamiento corporal. La diferencia radica en que afortunadamente, hoy en día, las escuelas de formación para la danza poseen una mayor claridad respecto a otorgar un desarrollo integral a sus futuros/as profesionales. Aun así, no deja de ser paradójico el hecho de que disciplinas ligadas al cuerpo se hayan visto obligadas a tomar conciencia de esa necesidad y que por otro lado sigamos siendo junto al resto de las artes, formas de representación de la realidad.
Lejos estoy de inferir con esto que el papel del arte está obsoleto. Pienso en las particulares caricaturas de Da Vinci y como en sus Cabezas Grotescas capturaba la fealdad y la deformidad humana intentando con ello acercarse a la complejidad de la belleza humana. Pienso también en los bocetos que hizo Goya sobre los desastres de la guerra y en cómo desde esos días hasta el presente tanto la simbología como la representación de la realidad a través del arte han permitido a los espectadores ser testigos de complejos procesos sociales que han puesto en tensión al cuerpo continuamente. Hoy desde distintos frentes y variados formatos podemos ver y vivenciar problemas coyunturales en nuestro país. La Geometría de la conciencia de Alfredo Jaar presente en el Museo de la Memoria, obra que aborda el tema de la presencia, la desaparición y la memoria; El año en que nací, creación colectiva bajo la dirección de Lola Arias, donde once jóvenes nacidos en dictadura relatan sus historias a través de fotos, ropa y cartas; la recién estrenada coreografía de Thomas Bentin PopSong que explora en las identidades, relaciones y posibilidades de los géneros. Estos son solo algunos ejemplos entre las múltiples propuestas expuestas en nuestro país que dan cuenta de las dificultades a las que se ha visto sometido nuestro cuerpo: ausencia, memoria histórica e identidad.
¿Pero qué hacer respecto a esa carencia cotidiana e histórica que ha afectado a nuestro desenvolvimiento corporal? ¿Cómo proporcionar las herramientas para que la formación integral del cuerpo no sea solo privilegio de estudiantes de danza y teatro? ¿Puede el arte sobrepasar su rol y concebir por un instante dejar de perpetuar la imagen del cuerpo como documento de cultura para confrontarlo a sus necesidades reales?
Mi apuesta sería que las artes continuaran con su labor de explorar, experimentar, exponer, evidenciar y denunciar, pero sin jamás dejar de perfeccionar su capacidad de revolucionar con su perspicaz visión, la realidad vigente. Nuestro gran reto es introducir esta forma de ver y actuar al interior de las instituciones educativas. Tal vez entonces demos una oportunidad a nuestra sociedad de vivir, a través de las nuevas generaciones, la experiencia de cuerpos plenos.El Guillatún