Dos juicios al pasado izquierdista latinoamericano
Sobre «El futuro es un lugar extraño» de Cynthia Rimsky y «De seudónimo Clara» de Nora Méndez
Este par de libros me llevó a varios otros, tantos. En distintas latitudes se viene abordando el qué le hicieron las dictaduras a nuestras maltratadas naciones latinoamericanas. Qué nos hicieron a quienes las vivimos siendo adultos, jóvenes o niños. Qué presente, pasado o futuro vivimos hoy, aturdidos y abrumados por el nuevo sheriff que levantará una muralla en la frontera sur de USA para evitar el arribo de nosotros, los hunos, los bárbaros. Qué significa entonces hoy la izquierda, a dónde fue su épica, las heridas, los muertos, las torturas. Qué se hace con ese detritus.
Conocí a Nora Méndez (El Salvador, 1969) cuando vino al Encuentro de poesía femenina latinoamericana «Con Rímel», que organizó en el 2010 la poeta chilena Gladys González. Ella misma, Gladys, ahora levantó un sello editorial (Libros del Cardo) y publicó esta novela testimonial de Nora, De seudónimo Clara. Notas de una guerrillera urbana de El Salvador. Sabía entonces de este libro y tenía ganas de leerlo. Porque Nora no es como uno en su precaria mente de chileno racista y tercermundista se imagina a los salvadoreños. Quiero decir que no es baja ni morena. Es blanca, muy alta, rubia y de ojos azules. Menciono estos datos que parecen pueriles porque deben haber dejado de serlo cuando ella, una niña de 20 años, asumió que además de estudiar y escribir poesía, había que tomar parte activa en la guerra civil que su país atravesaba, y decidió sumarse a las acciones subversivas poniendo bombas y volando postes de luz. Y digo esto porque la novela comienza violenta, cuando es apresada por los agentes de la represión, hombres compactos y morenos, pertenecientes hasta fenotípicamente a ese pueblo que ella, con su aspecto de modelo gringa, dice defender.
El relato va y viene al pasado de Nora, a sus relaciones familiares, mientras avanza en un presente en el que luego de ser detenida es interrogada y torturada. En ese trance asistimos a su desdoblamiento. Cómo o por qué se convirtió en Clara, su nombre falso, seudónimo o chapa. Con una rigurosidad que nos deja perplejos, concentradamente, como un cuidadoso soldado en una misión clave, aislándose de su cuerpo dentro de lo que puede, Nora o Clara desgrana su breve historia de veinteañera, intenta explicarse a sí misma, se reconstruye, se reintegra, tiene que saber quién es, hablarse en tercera persona, identificar cuáles son sus íntimas y profundas convicciones como para haber llegado a esto, como una estrategia de sobrevivencia incluso:
Ahora está estudiando en la universidad, se monta en un bus, llega a un destino y pone una bomba, baja del bus, luego lo incendia. Clara no estudia. Oyó que «Pobrecito poeta Que Era Yo…» era una confesión de un comunista con serias dudas sobre el comunismo. Pero ella, Clara, cree en Roque Dalton, que estudió en los mismos colegios que ella, excepto los de monjas. Clara pone bombas todos los días desde hace dieciocho meses, pero no se arrepiente. Llora en su cuarto pero por otras cosas, tiene una nueva moral, siempre denunciando la injusticia, la propiedad privada, la esclavitud. Tiene uno, dos o tres novios, eso no importa. Clara tiene la luna en géminis y toda su vida está fracturada. […] Clara, la guerrillera de San Salvador, tiene miedo, solo por momentos, de llegar a ser una mancha en la pared. Se vacía de los nombres familiares y amigos. Vacía su cabeza, sus zapatos, su cartera de jeans con flores a lo hippie, y se deja ir volando en un borde del camino. Quiebra los timbres, amordaza los relojes, no tiene un álbum de fotos ni vestido de quince años. Su disfuncional y postmoderna familia hace lo que puede para soportarla, lo reconoce. Clara siente la tensión de no estar a solas, de no pertenecer a ninguna parte, ella es paranoica. Saltó de una chistera, un día de comunión y otras cosas en los reveses de una familia de clase media: hermana embarazada a los quince, madre feminista, padre alcohólico y ella, comunista.
La alusión al libro Pobrecito poeta que era yo de Roque Dalton, no es baladí. Para el lector desinformado, digamos que Dalton es un autor fundamental en la literatura salvadoreña, latinoamericana y hasta universal diría yo. Un tipo que estudió en Chile, que se hizo militante comunista, que luego se radicalizó y terminó siendo ajusticiado por sus propios compañeros, bajo la denuncia de ser un traidor. Estas líneas son en realidad un resumen grosero y casi irrespetuoso de lo que es Dalton, así que si usted lector quiere saber más, ahí tiene a san google. En cualquier caso la referencia es clave para entender el imaginario y accionar de Nora/Clara, la posición de una joven con sed urgente de justicia en El Salvador, en las postrimerías de la década del 80, en medio de una guerra civil. Las renuncias que implica la militancia, los conflictos íntimos y éticos que un artista tiene al ponerse la camisa de fuerza del compromiso político. Desde ahí, desde esa tragedia de la izquierda y sus dogmatismos, desde esas contradicciones nunca resueltas para todo aquel que en la lucha por la libertad se ve obligado a coartarla, desde ese divorcio entre la libertad de la poesía y la prisión política, Nora/Clara va construyendo un yo desdoblado como refugio, una identidad quebrada donde puede seguir siendo libre y amar la vida a pesar de todo. Y es que los artistas, aunque estén presos y se hayan quebrado en la tortura, son almas libres por antonomasia. Nada de eso escapa a la intuición de la narradora, que llega a confesarse esto mismo pero con otro signo, acaso desde cierta culpa por no poder «estar a la altura» de las exigencias, cuando las exigencias han implicado la exposición del propio cuerpo y el de tus seres queridos:
Los poetas traicionamos. Todo el tiempo hemos sido traidores, a la familia, a la patria, a la propiedad, al porvenir. No sólo cantamos sueños, también hablamos de lo ajeno, de los trapos sucios que nadie lava en casa, de los muertos de la madrugada, de los pecados de las dictaduras, de las pendejadas del Partido, aunque este sea el Partido Comunista. Los poetas somos traidores por excelencia.
Estas disquisiciones propias de quien está siendo sometido a la violación total de sus derechos humanos, son expuestas con un naturalismo o con una naturalidad que me resultaron hasta poéticas. Recomiendo en este sentido leer algunos testimonios de presos, de sobrevivientes, que los hay y abundan, ya como novelas, ya como reportajes, entrevistas, informes. Los relatos de las torturas son siempre estremecedores y nos obligan a mirar en esa zona turbia de la humanidad. Pienso por ejemplo en Recuerdo de la muerte de Miguel Bonasso. Cómo opera la tortura, la desintegración de la persona, cómo quiebra las siquis más fuertes. Qué lugar ocupan las familias, las esposas, madres, hijos y hermanos de alguien que ha sido detenido y que es sometido a todo tipo de ultrajes para obtener una información que siempre es poca. El uso de drogas para complementar la confusión total de vigilia o sueño. La siembra de la sospecha hacia todos, pero principalmente hacia uno mismo. Tus compañeros siempre pueden ser más débiles que tú. ¿O no? Llegar a no saber si hiciste o no hiciste algo, si hablaste o no hablaste, o qué dijiste. Desde afuera hacia adentro y luego de nuevo hacia afuera. Nadie resiste a la tortura, dicen. Siempre funciona. Pensé entonces, al leer a Nora/Clara, en la poesía de Juan Gelman. Y en tantas, tantas otras voces poéticas latinoamericanas muy a menudo consideradas menores por los circuitos académicos y no académicos. Hay algo de terapéutico, sin duda. La poesía que habla de todo esto parece haber tocado fondo, agotado formas. Y es que no basta, la palabra no alcanza. Hay un grito espantoso ahí. Sin embargo se sigue escribiendo. ¿Cuántas páginas quedarán aún por escribirse para intentar purgar toda esa sangre derramada?
Sin embargo, y para despejar cualquier asomo de duda en torno al tenor de la voz que narra, en ningún momento Nora pierde el manejo de los recursos puramente novelísticos. Hay tensión narrativa además de la elegancia y dignidad de no victimizarse ni caer en el morbo. La habilidad de dejar que se asome su voz poética sin poner énfasis o lirismo en las violaciones que padece estando presa. El dolor está ahí, no hay para qué mostrarlo más. Mientras ajusta cuentas con su familia, con el Partido y consigo misma, va emergiendo íntegra con una determinación asombrosa. Es de una dureza hermosa y a la vez de una resiliencia salvaje. Puro amor a la vida intacto en medio del dolor y el odio. Me recordó en ese sentido, aunque salvando las enormes distancias, a la escritora antillana Jamaica Kincaid. Googléela también. Otro fragmento:
Mientras nos conducían a todos, recién bañados y vestidos por los pasillos de la Policía Nacional, no pude evitar sentir una sensación de orfandad enorme. Perdí mi vida. Aquella vida clandestina, con una leyenda limpia y alegre. ¿Cómo me vería hoy la gente?, ¿cómo me sería posible vivir eternamente desnuda? No soy Eva ni este es el paraíso. Aún no salía completamente del túnel pero ya lo percibía y me pregunté si era prudente, necesario, seguir entusiasmándome con la vida. ¿Por qué habíamos quedado vivas? Sí, eran otros tiempos, los finales de los ochentas en donde la reacción conservadora no desaparecía a los capturados sino que los convertía en estrellas fugaces de los noticieros, para disminuir la simpatía por los grupos guerrilleros. Esto apenas comenzaba. Así lo entendí. Así me lo hice saber.
No estoy seguro de seguir hablando del libro. Intento siempre dejar algo al lector, no cometer un spoiler. Pero sí tengo que de nuevo volver a este ángulo de lectura: la izquierda, latinoamericana en particular y mundial en general. Qué pasó, como pregunté al inicio, luego de la derrota. Caído el muro de Berlín, liquidadas las utopías de un mundo otro, y entregados en carne y alma al neoliberalismo, a los presidentes norteamericanos cerebro de músculo, quedó en el territorio de la izquierda una pelota que nadie nunca más se atrevió a poner en juego. No hemos sabido cómo. Hay balbuceos intuitivos y esporádicos, reactivos. Pero eso que llamamos una causa, una bandera, una ideología, eso que llevó a Nora a convertirse en Clara, eso que llevó a padres y madres a dejar a sus hijos para empuñar un fusil, eso que costó vidas, que legó profundos traumatismos hereditarios, eso, como preguntaría Silvio Rodríguez, ¿a dónde fue, en qué se convirtió?
Y voy a pasar así de golpe no más, al otro libro convocado, partiendo de nuevo con un fragmento. Dejo ahora con ustedes, a Cynthia Rimsky, de El futuro es un lugar extraño:
—¿Son de izquierda?, les pregunta Loayza.
Da la impresión de que la pareja lleva años, acaso los mismos que Loayza en la cárcel, ocultándole algo y no saben cómo hacer para abrirle los ojos y que no se sienta engañado.
—No es fácil con los jóvenes de ahora usar esas categorías, explica el Negro.
—¡Si no saben dónde están parados!, los pobladores tampoco los quieren, esas letras que llevan encima nadie sabe qué dicen, insiste Nilda, culpando del desconocimiento a los jóvenes y no a ellos.
—¿Pero ellos saben de nosotros?
—Les conté que el Movimiento Rebelde Juvenil nació aquí mismo, entre los jóvenes pobladores de El Salto, durante la dictadura, les hablé de nuestra lucha.
—¿Y qué dijeron?, pregunta Loayza.
El Negro tiene la vista fija en la punta del cerro. Nilda en su libreta.
—¿Sabes lo que le preguntaron? Si teníamos registrado el nombre.
Nilda pone cara de asco. A Loayza le hace gracia.
Les tuve que explicar que seguimos gobernados por la constitución política de la dictadura que deja fuera de la ley a movimientos como el nuestro. Me preguntaron cuál era mi movida en esto.
—¿No les dijiste que podíamos conversar?
—No les interesa participar en ninguna orgánica.
—¿Y nuestro nombre?
El Negro recorre la pendiente como si pudiera desmoronarse.
—Dicen que les gusta, que se sienten rebeldes y juveniles.
—¿Pero entienden que si no se integran a nuestro grupo van a tener que dejar de llamarse así?, pregunta Loayza apisonando la tierras con los pies.
—Dicen que si los seguimos hueveando, registran el nombre y se acabó.
Loayza también resultará no llamarse Loayza. De nuevo los nombres falsos. De nuevo la desintegración. Salir de la cárcel, volver del exilio, enfrentar el país que quisiste cambiar, por el que luchaste y otros dieron sus vidas, y encontrar que te rechaza, que no quiere saber de tu lucha. El país cambió, el mundo cambió. Te dicen, te gritan. Date cuenta. Loayza es un parásito, un saldo, un paria. El Negro y Nilda son sus ocasionales compañeros en ese tránsito. Pero todos son personajes laterales con los que se va involucrando accidentalmente la Caldini, ella es la protagonista, la narradora. Ella es la que enfrenta un fracaso conyugal, y sucumbe anímica y financieramente a la crueldad de la separación. Su ex, que también es un ex compañero de militancia, no tiene piedad. Los rastros de humanidad y de solidaridad que hacían el sentido de la lucha revolucionaria, desaparecieron incluso en el territorio íntimo. Así comienza una extraña desorientación, desconocer las calles por estar sin techo, sin lugar donde se vive. La portada del libro alude a esto, calles y pasajes de villas con nombres de virtudes, o dicho de otro modo, las virtudes reducidas a vacíos nombres de calles. Por ellas transitan estos seres perdidos en tiempo y espacio, fantasmas que a ratos son perseguidos por otros fantasmas, los agentes de la represión, la policía de ayer o de hoy lo mismo da, disparando sus gases lacrimógenos. La Caldini va y viene entre la oficina de abogada que la asesora en su separación (un personaje magistralmente logrado), y sus propios itinerarios difusos. Vuelve a los barrios de la juventud, a las poblaciones de El Salto, donde el lumpen ha tomado el control. Los compañeros de ayer hoy ya no son los mismos. Los que no se acomodaron, los que no se renovaron, andan arrastrando su patetismo como Loayza, como el Negro y Nilda.
Cynthia Rimsky es desde hace ya unos años una de las voces más interesantes y a la vez desatendidas de la narrativa actual chilena. Merecería muchas más páginas, entrevistas, portadas y links que unos cuántos autores jóvenes entre los que están incluso varios amigos míos (lo dije, sí, y qué). Su escritura, y perdonen si no puedo evitar hacer un trazado desde sus libros anteriores a éste, tiene un leitmotiv oculto. Desde su debut con Poste restante (2001), Rimsky ha venido ajustando cuentas con el pasado, personal y colectivo, como si ese pasado personal y colectivo fuese un lugar al que se va de viaje. Se ha definido así de hecho, como una viajera. En todos sus libros se realizan viajes, viajes al pasado (sea al lejano Islam o a las estaciones provincianas de la séptima región), y las voces de los protagonistas son voces que dan cuenta de lo que sucede cuando se viaja: se trastoca, se altera esa dimensión. Viajar es moverse en el tiempo, confundir presente y pasado. Tópico clásico a estas alturas. ¿Cuándo caduca un recuerdo que aún no ha sido recordado pero que lo será inminentemente? Rimsky es una maestra en el manejo de este sortilegio.
El futuro es un lugar extraño es el Chile actual, de un par de generaciones, de todos quienes conocimos la dictadura y hemos venido padeciendo lo que vino después, llámese transición, post-dictadura, neoliberalismo o estafa a secas. Un país en que los jóvenes que ayer eran socialistas y luchaban contra el dictador, hoy se acomodaron en una mediocre burocracia tercermundista y profitan de cuotas de poder misérrimas, sin siquiera el cuidado de cubrir bien los flancos débiles, dejando al descubierto sus chapucerías. En ese futuro, en ese lugar extraño, conviven agentes de lentes oscuros que, como si transcurriera aún la noche ochentera, salen en sus autos a perseguir a inéditos subversivos de molotov, jóvenes desorientados por el ruido de las bombas que escucharon sus madres y abuelas, que luchan contra un sistema que no tiene rostro, que se encapuchan porque son rebeldes y juveniles y punto. Ese Chile, sumergido en un limbo sicótico de tiempo, es el que Rimsky construye con una habilidad cinematográfica espectacular. Hay escenas que como lector nos arrancan de las órbitas los ojos, que nos sacan carcajadas al borde de la micción, que nos hacen volver páginas atrás para ver si estamos entendiendo bien. Todo se mezcla de forma majadera, el tiempo en ese sentido es una trampa ciega, y en el relato, indistintamente, hay internet y celulares antes de que lo hubiera o no los hay cuando ya los había. Cosas así, que sacarán de quicio al lector con prurito de pesquisar saltos de continuidad. Un limbo, ya lo dije, en que los propios recuerdos de la narradora se confunden, cambian de plano. Un lugar extraño, sin futuro en realidad, sumido en un caldo aceitoso de presente esquizofrénico y pasado sin resolver. Donde optamos entre un Lagos y un Piñera, con casos Soquimich, Penta, Caval, sin que vayan nunca presos los poderosos, etc. En la narrativa de Rimsky este componente delirante que desbarranca la realidad, y que incluso recuerda un poco a Bellatín o a Aira, me parece novedoso. Quiero decir que no estaba presente antes, ni en el ya mencionado Poste restante ni en Los perplejos ni en Ramal:
Nilda se puso el nombre de la Caldini, ¿fue esa similitud lo que la atrajo de la joven de 20 que llegó esa noche a El Salto a hablar con Zanelli, o se lo puso después de que ella desapareció?
—No importa cuánto tiempo pase, sigues siendo de los nuestros, agrega Nilda alias Carlota, completando la vuelta. Viva la revolución, grita con las manos arriba.
La musculosa blanca, la chaqueta de jeans, la judía bizca, su ex amante con las manos rojas por el hielo, la peluquera de perros, las dos amigas que volvieron desilusionadas del Bacará, Virginia Wolf, Hannah Arendt, La Pasionaria, Juana de Ibarbourou, Simone de Beauvoir y Rosa de Luxemburgo levantan los brazos, agitan las manos y pegan saltitos, igual que en la coreografía de «salta, salta, salta, pequeña langosta, no te vayas lejos vuelve hacia la costa, que hay un maremoto bailando a tu lado, y cualquier pescado te puede robar».
—Viva la revolución, gritan todas.
No puedo finalmente dejar de hacer mención a las fotografías que se incluyen hacia el final del libro. El futuro es un lugar extraño de Cynthia Rimsky (Random House Mondadori) pretende como siempre ha pretendido su autora, dejar a la vista del lector, los materiales con que ha trabajado. Son imágenes que evocan los trabajos voluntarios durante la resistencia a la dictadura, se ven jóvenes de facultades universitarias o de pastorales, montando obras de teatro, un poco evocamos lo que fue la ACU (Agrupación Cultural Universitaria, y de nuevo perdone: si no sabe de qué hablo, googléelo). El encuentro del mundo obrero y estudiantil, con toda esa ingenuidad que no daría sino frutos lamentables, con apellidos de la corrupción y la prepotencia como Escalona o Lagos, dirigentes que harían de la renovación socialista una excusa para revelarse a fin de cuentas mafiosos y corruptos.
Pero es hora de dejar de emborronar cuartillas como dijera el Ché.
Apreciado lector imaginario, espero que estas líneas hayan contagiado en alguna medida el entusiasmo por conocer estas 2 novelas. Es de muy cerca que las recomiendo, ya te has dado cuenta. Son novelas que pasan la cuenta por el dolor y la muerte, por el sufrimiento y la vida entregada. Ajustan cuentas con la izquierda, con los partidos, con cómo se renovaron, cómo nos traicionaron. Ajustan cuentas con Chile y con toda Latinoamérica. Hay ecos de muchas lecturas, desde muy distintos lados. Hubo momentos en que me pareció ver a algún personaje de Rimsky emparentado con los zombies de Estrellas muertas de Álvaro Bisama, por ejemplo. Cuando Nora Méndez cuenta algo de las tareas revolucionarias del FMLN en El Salvador, me transporté a la atmósfera de La montaña es algo más que una inmensa estepa verde del nicaragüense Omar Cabezas. Y dadas las protagonistas féminas, también evoqué en distintos momentos la mirada presente en El tiempo que nos pertenece de Isabel Hernández. Ecos. Personales ecos que dejo como testimonio de que en definitiva, el único juez es cada lector. Tú. Escribir novelas como estas que han escrito Rimsky y Méndez, desde evidentes posiciones y acaso con intenciones muy distintas, es siempre lanzar una botella al mar, y lo que sucede acá es que el receptor he sido yo, que accidentalmente conozco algo del idioma surdo de las causas perdidas. ¿Qué harás tú con el mensaje de estas botellas?El Guillatún