Matar al padre
La imaginación del padre es lo último del escritor chileno Luis López-Aliaga (46). Un autor que evitando el dudoso podio de la fama y las superventas, ha cosechado un reconocimiento que lo posiciona como referente obligado de su generación y como gurú de varios escritores jóvenes. Editor de la recién creada Editorial Montacerdos, guionista de televisión, y autor de al menos un par de libros galardonados, López-Aliaga es, además, un erudito en materia de cultura peruana. Y es que del vecino país del norte son sus ancestros. De eso se trata su libro.
Ahora, he de comenzar confesando una vez más que yo sabía que López-Aliaga estaba escribiendo algo sobre su relación con el Perú, que habíamos hablado bastante al respecto porque es también el país de mis padres y abuelos. Así que lo estaba esperando. O sea que estoy de nuevo demasiado cerca como para decir algo imparcial. Pero intentémoslo.
Hay un telón de fondo que tiene que ver con la escenografía. Una permanente alusión al espacio físico, a la mutación de la ciudad, de Lima tanto como de Santiago. Lima en los 80s y 90s, con Sendero Luminoso siendo derrotado a manos de un sangriento Fujimori y en paralelo la televisión de Laura en América instalando de manera definitiva el mal gusto, el morbo y la crónica roja y amarilla. Símil de los 80s chilenos en la dictadura y sus Sábados Gigantes. Y luego nuestra ciudad de Santiago viendo desaparecer su antigua fachada, su bohemia, la del Club Peruano o Puente de Bórquez en calle Miraflores, uno de los cientos de bares que sobrevivieron casi clandestinos al toque de queda pero que no sobrevivieron a la democracia, viendo surgir otra ciudad tan luminosa como falaz, tan bipolar, llena de restoranes peruanos para ricos y de restoranes peruanos para pobres. Luis López-Aliaga deja entrever esos cambios, esas mutaciones que son parte dolorosa de la memoria, la casona de infancia que ahora es un edificio comercial. Tanto en Chile como en Perú.
Por eso, por esa cercanía inevitable es que quizás no haya que ser un profundo conocedor de la historia del Perú para acercarse a este texto. Quiero creer que no. Que basta con saber qué es el APRA, con haberse enterado de las dimensiones de «la obra» de Fujimori. Porque La imaginación del padre no es sólo un libro sobre chilenos mitad peruanos o peruanos mitad chilenos, también es, y mucho, un libro sobre la literatura peruana. También, aunque menos, sobre la música y comida peruana. Incluso es posible pensarlo como un libro generacional, para quienes crecimos en los años 80s y 90s y conocimos los cambios políticos a uno y otro lado del morro de Arica, y frecuentamos restoranes peruanos antes de que se destapara el boom de restoranes peruanos que hoy saturan Santiago y Chile entero.
Ahora, el padre que Luis López-Aliaga imagina y construye, ése con el que trata de establecer un puente, una conversación, ese que queda dibujado con trazos ora crueles ora enternecedores, es un padre en los años 70s y en el exilio, y por eso se parece en algo a mi propio padre y también a mi abuelo. ¿Podríamos ceder a la tentación y enumerar las características de este supuesto «padre peruano arquetípico»? Si la hacemos corta, la lista se podría reducir al adjetivo de machista. Silencioso en el hogar y ruidoso con los amigos. Nostálgico, dadivoso, bebedor, autoritario y apasionado hasta el desgarro o la violencia. Como un vals criollo, como un rocoto relleno. Hecho de complicidades socarronas en la adultez, erguido ejemplar y castigador en la infancia. Padres que enseñaban a recitar como un padrenuestro literario los versos inmanentes del siglo de oro, La vida es sueño de Calderón de la Barca («¿qué es la vida? una sombra, una ficción…»), y vaya ironía, nada menos que las Coplas a la muerte de su padre de Manrique («cómo a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor…»). Así eran, así fueron, así son nuestros padres. De clase media. Sin embargo hay algo en este «modelo» que lo emparenta al arquetípico padre italiano de la Nueva York de Mario Puzo, que salvando las penurias financieras, masculla rabias y frustraciones y añora eternamente el regreso a la comodidad de sus Apeninos. Para más énfasis o para más carácter, el padre de Luis López-Aliaga se llama Fernando López-Aliaga Sessarego, es decir que tiene también ancestros italianos, con lo cual quedan reforzadas hasta la caricatura las antes señaladas características. Del amor a la buena comida y a la buena música, de la pasión futbolera y de la pasión política, de echar de menos el terruño, de los amigos, de la nostalgia y de embriagarse. De eso está hecho el padre. O así queda hecho, en base a los recuerdos que se ponen sobre la mesa como retazos de tela para tejer una colcha que llegada la muerte —lo sabemos— no nos servirá de abrigo.
Es un libro hermoso e inclasificable el que ha escrito Luis López-Aliaga. Ni novela ni crónica, ni ensayo ni autobiografía, un libro muy a lo Vila-Matas, a lo Piglia, en ese registro ambiguo que permite cabos sueltos y pasadizos inconclusos, como una conversación que fluye cerveza en mano. Un libro donde lo meta-literario está presente todo el tiempo, donde importa y ocupan el mismo lugar, se intersectan y yuxtaponen los recuerdos personales, las obras y escritores favoritos del autor, y las referencias sistemáticas al ejercicio mismo de estar escribiendo un libro con ese magma, esa materia.
Matar al padre es el título de esta crónica pero es también y desde antes, el de una novela de Amélie Nothomb, sin embargo ella no está entre los cientos de autores que desfilan en este libro. Sí están en cambio Coetzee, Hanif Kureishi, Luis Gusmán, y una pléyade que estoy tentado de enumerar, aunque sus apariciones son cameos fugaces, menciones, citas. En cambio los escritores peruanos tienen capítulos propios, son reflejos que ayudan a la construcción de la imagen. Vargas Llosa, Bryce Echeñique, José Watanabe, Santiago Roncagliolo… y un autor que para mí cobra particular relevancia: el modernista José Santos Chocano. Ese laureado poeta peruano murió en Ñuñoa en 1934, acuchillado a bordo de un tranvía sin que se haya podido establecer nunca las causas del crimen ni los móviles del asesino. Me parece significativa y estratégica, quiero decir política, esa forma de establecer un lazo entre la literatura y la vida social de Chile y de Perú. Un eco de la Guerra del Pacífico que liquida a un poeta. Un eco actual. Y me voy a permitir acá citar algunos párrafos, que ahorrarán creo, que me extienda sobre este punto:
Ser peruano en Chile, hoy, me parece una posición política de avanzada. Me gustaría afirmar esa condición, pero ni eso puedo. Solo me queda esto, este juego de memoria e invención que intento depurar, en lo posible, de nostalgia y mirada complaciente. No es fácil.
Arrancar, siempre quise arrancar, e imaginar el Perú de mi padre me dio, seguramente, esa posibilidad. Intenté construirme una identidad afianzada en eso que era mi padre, sin serlo él tampoco ya del todo. En esos recuerdos apenas esbozados, deducidos de un par de comentarios de sobremesa, recuerdos ligeros desempolvados cuando mi abuela Luisa aún vivía y almorzaba con nosotros los domingos. Un resquicio que negaba mi chilenidad, la huida simbólica del horror sobre el cual se construyó mi infancia y mi adolescencia. Porque este libro arranca en los ochenta y también se arranca de los ochenta, de esos ochenta en Chile que ni el peor de los miedos a envejecer puede convertir en un buen recuerdo.
(…)
La condición no dicha en mi familia es la del exilio. Somos exiliados, más allá incluso de las circunstancias que provocaron esa condición. Si el inmigrante se mueve buscando la integración y la respetabilidad, el exiliado piensa en el regreso, lo mueve el orgullo y la victimización. Así vivió mi padre, aunque se quedara a morir en Chile, aunque alguna vez, una única vez, lo escuché decir «soy chileno». La justificación para afirmarlo era que en Chile tenía a sus hijos y a sus nietos y en Chile, dijo, sería enterrado. Pero los mejores amigos de mi padre siempre fueron peruanos, siempre. Hasta el último de sus días revisó la prensa peruana en las mañanas, al principio los ejemplares de El Comercio y de Caretas que le traían los amigos de sus viajes, ejemplares antiguos que él ordenaba cronológicamente hasta casi llegar al presente; después pudo hacerlo desde Internet. Mi padre nunca votó en las elecciones chilenas y, en cambio, siempre iba temprano al Consulado peruano a votar cuando allá había elecciones.
Es una condición que, de algún modo, se hereda. El efecto es extraño. Nunca me sentí del todo chileno y nunca fui peruano, no tenía cómo. Ni acá ni allá, es decir en ninguna parte.
Hay, entonces, una fabricación, una obra que se levanta de manera especular y fragmentaria. El padre como espejo, o uno como espejo de su propio padre. Nada nuevo. Matar al padre es construirlo en la misma medida que se construye uno mismo. Ese ejercicio, esa experiencia, no tiene fronteras ni lugar de origen, o tiene todos los orígenes posibles. La construcción de la identidad individual es humana como la especie. La gracia radica en las peculiaridades de que se dota en cada nueva versión. Y la de López-Aliaga, habida confesa cuenta de mi cercanía con el Perú, me resulta de las más entretenidas y sabrosas. Hijo de un crisol de razas, hecho como un copo de nieve de perfectos fractales. Como la comida peruana. O como su literatura, en donde subyace la pregunta que ya tantos han anotado como magistral resumen de una sociológica inquietud nacional: «¿en qué momento, cuándo se jodió el Perú?» (Vargas Llosa, Conversación en la Catedral).
Es un libro para compartir con el padre, para regalárselo en el «día de». Alguien dirá que por favor, desde la carta de Kafka a su padre hasta la novela La invención de la soledad de Paul Auster, hay un largo e inmenso mundo de obras literarias con este tema o eje, amén de Edipo y de Freud. Mas como dijo el propio López-Aliaga en un diálogo sostenido con este humilde servidor a través de redes sociales, «un padre es un padre, pero un padre peruano es otra cosa».El Guillatún
Jorge Chávez Casaretto
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Hola Rodrigo Hidalgo yo conocí a Don Fernando López-Aliaga, el padre, en los 90s fui trabajador en su empresa conversamos siempre el me enseñó a sobrellevar mi condición de inmigrante Peruano también, y en ese extracto del libro su hijo Lucho lo retrata tal como yo lo percibía. tengo buenos recuerdos del el. Por cierto impecable tu nota Saludos.
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