Aquello que solo oyen los ángeles
Queridos lectores,
¿Suelen preguntarse en qué estarán pensando los demás? ¿Estarán imaginándose en héroes deseados y admirados por todos? ¿Alimentarán rencores y obsesiones inconfesables? ¿Serán capaces simplemente de hacer el vacío en su mente? En la película de Wim Wenders, Las Alas del Deseo, una pareja de ángeles callejean por Berlín, escuchando los monólogos interiores de sus habitantes y el alma humana ya no tiene ningún secreto para ellos dos. Pero para nosotros, no hay mayor misterio que aquél que esconde un alma ajena. Esto resulta algo angustiante, pero quizás no tanto porque nos encontramos ante un misterio impenetrable, sino porque no tenemos ningún punto de comparación para poder juzgar nuestra propia alma. Solo tenemos a nuestra disposición un discurso social sobre la normalidad que, de hecho, tiene con qué alarmarnos: de acuerdo a lo que se suele decir, escuchar voces es una enfermedad. Sentir pena durante varias semanas seguidas es una anomalía mental. Sentirse feliz sin sentirse eufórico no es ser feliz. Amar sin vivir en perpetuo estado de fiebre no es amar…
Así, este mes de octubre, los columnistas de El Guillatún registraron varios síntomas de patologías mentales presentes en los artistas: está el caso preocupante del obsesivo, cuya pasión irreprensible o cuyos recuerdos punzantes lo llevan a trabajar años sobre el mismo tema, como en Memoria: cuando la marca se vuelve inspiración, de Isabel Plaza, o como en «La Nueva Familia», situaciones provocadoras que inducen a pensar de Agustín Letelier. Está también el caso del alienado, que deja que musas escriban libros en su lugar, detectado por Rodrigo Hidalgo en Elegir un tema o que el tema lo elija a uno, y, finalmente, tenemos el trágico caso del genio autodestructivo, a imagen de Chet Baker que hizo el salto del ángel, en Genealogía de una voz, de Javier Barría. Pero por más que nos fascine la locura del artista, por más que admiremos aquel talento misterioso y aquella gracia que nace de una mente desenfrenada, nos desconcierta aquella fuerza vital. Nos desconcierta porque vivimos en una sociedad que nos somete a mandamientos contradictorios.
En efecto, por una parte, sentimos que para que nuestra existencia adquiera algún valor, nos tenemos que convertir en unos genios, unos seres distintos y excepcionales. Pero simultáneamente, más nos vale lograr ser entes perfectamente normales y adaptados a nuestra sociedad. Así, si escuchamos la dulce liturgia publicitaria, tenemos que consumir para ser espiritualmente libres y tenemos que invertir para nunca caer en la precariedad. Tenemos que tomar riesgos pero nos prohíben el fracaso. Tenemos que destacar pero sin estar al margen. Tenemos que elegir nuestro camino o «seguir nuestra propia estrella», y al mismo tiempo, encontrar un puesto envidiable que nos permitirá pagar deudas, créditos, hipotecas y gastos funerarios. Estos son los dictámenes absurdos de la sociedad de consumo. Son suficientemente potentes para sembrar en la mente deseos artificiales y sentimientos de desesperada impotencia. Pero aunque repitamos sin cesar que nunca fuimos tan libres como en nuestras sociedades democráticas, ¿habremos estado ya tan frustrados por no poder cumplir con tales ideales de felicidad?
Amigos de El Guillatún, que nos sintamos culpables por no ser bastante normales o por no ser lo suficiente excepcional, nos estamos debatiendo en la misma cárcel invisible ya que, en efecto, la angustia por la identidad se convirtió no solo en un lucrativo fondo de comercio sino también en un medio para esclavizar a los ciudadanos de las sociedades democráticas. Un medio para inmovilizarlos y apartarlos de la existencia. Por lo tanto, queridos lectores, los invitamos a recordar que, según Wim Wenders, los ángeles se desinteresan de nuestro grado de normalidad o de locura y se conforman con simplemente escuchar lo que tenemos que decir.
¡Hasta la vista!El Guillatún