Opus 11 / El llamado de la carretera
A Dean Moriarty
Empezamos por dos hechos reales: hace algunos años, un motoquero africano decidía viajar a la ciudad de Orán, en Argelia, desde Niamey, en Níger. Para eso, tenía que atravesar el desierto del Sahara, las montañas del Atlas y arriesgarse a topar con posibles guerrillas separatistas y probables tormentas de arena. Su travesía duró alrededor de un mes. Cuando su moto se daba vuelta, el motor le quemaba el muslo. A veces, la arena escondía la ruta, haciéndole perder su camino y, cuando divisaba un muro de arena elevarse como un tsunami, se protegía detrás de su moto, con la polera tapándole la cara, y esperaba así varias horas que se alejara la tormenta. Aquel motoquero tenía suficiente plata para tomar el avión, y, en realidad, no tenía a nadie a quien visitar en Orán. ¿Entonces, para qué sudar y tragar arena durante semanas? En 1994, otro loco, Alvin Straight, un viejo miope que no tenía carnet de conducir, quiso ir a visitar a su hermano enfermo del corazón. A pesar de las ofertas de sus amigos de llevarle en auto, prefirió recorrer unos 600 kilómetros entre Iowa y Wisconsin, en un tractor para cortar césped.
¿Cuáles son los motivos que nos empujan a tomar la carretera? No hablamos de la carretera que nos lleva de un punto a otro, sino de la que nos pierde, la que nos hace salir de nuestras vidas como algunos salen por la tangente. ¿Qué tan embriagador puede ser ir a toda velocidad por el asfalto mientras desfila un paisaje salvaje?
En las road movies, los héroes siempre parecen estar viviendo el momento más intenso de sus vidas y encuentran trascendencia tanto en la noche estrellada que contemplan desde el asiento trasero de su descapotable como en la música de la radio, y hasta, si nos basamos en algunas escenas de Thelma y Louise, en los baños de las estaciones de servicio. Mientras recorren los grandes espacios, los héroes de las road movies se despojan poco a poco de lo superficial. Y en general experimentan por primera vez en sus vidas la sensación de estar despierto. Entran en un estado de contemplación en comparación del cual la muerte se vuelve una preocupación bastante secundaria. Están viviendo el sueño americano y una vez que lo han probado, están dispuestos a todo para nunca más tener que renunciar a él. Ya no pertenecen al común de los mortales: se convirtieron en nómades. Así, en Into the wild, incluso cuando Christopher McCandless llega al final de la carretera y al comienzo de las nieves del Lejano Norte, elige su domicilio en una caravana abandonada.
Sin embargo, si a uno se le ocurre emprender un verdadero road trip como en la televisión, no basta con grabarse una playlist rock’n’roll y elegir un itinerario novelesco como Patagonia o el Lejano Oeste. Es necesario romper algunas leyes, atracar supermercados, enojarse con su familia, cometer unos sacrilegios y arreglárselas para terminar en la mira del FBI. En efecto, uno no se toma la carretera a la ligera: Bonnie y Clyde, Dean Moriarty o Jack y Elwood se lo dirán, una vez en camino, uno tiene muy escasamente la oportunidad de regresar al redil. Así, como en toda buena road movie, a no ser que el conductor regrese dócilmente a su garaje, el secesionista suele recibir su castigo social y le quedan generalmente pocas opciones: que pase la frontera, que lo enjaulen, o que termine el viaje en coche fúnebre.
En las road movies, tomar la carretera suele ser un acto subversivo. Es el momento cuando el individuo le da la espalda a la sociedad, niega miles de años de vida sedentaria y entra en movimiento. Es aquel momento cuando el individuo ya no acepta las reglas del juego, cuando el héroe de ficción o de carne y hueso ya no está conforme con el destino que le reserva la sociedad en la que creció. Es como si, al descubrir la curva del globo terrestre, el hombre encontrara de repente las leyes humanas bien irrisorias.
Si les dan las ganas de recorrer el asfalto y las estaciones de servicio, si sienten palpitar su corazón cuando siguen en los mapas aquellas carreteras extrañas, aquellas dobles vías perdidas entre medio de desiertos, cañones y montañas, que sepan que están soñando por su cuenta y riesgo porque los Estados desconfían de los hombres en movimiento. Pero, una de las ventajas del auto sobre el avión, es que por más vertiginosas que sean las carreteras que tomemos, nunca miramos hacia abajo.El Guillatún