Crónica de cosas que pasaron, creí que pasaron o me gustaría que pasaran en el Festival de Cine de Valdivia
El río y la ciudad partida en dos. El Calle Calle como un cuchillazo que corta Valdivia y la expone frente a todos, ahí, con sus jugos interiores luchando por salir y desbordar calle arriba.
Me bajo del bus y lo primero que veo —a las 8:30 am— es a un tipo practicando remo. Pienso que no llevo ni un día y ya tengo una postal. Pero también pienso que podría ser falsa, que sería chistoso que al tipo le pagaran desde la Municipalidad para que se pasee justo ahí, a la salida del terminal de buses.
Las calles no las conozco, pero tienen nombres por los que he caminado antes. Arturo Prat, Chacabuco, Manuel Rodríguez. Grupos de jóvenes con mochilas enormes buscando hospedaje. Cabañas agotadas y hostales repletas. Aparte de negros y rubios, pelos rojos, morados y verdes se mueven en distintas direcciones. Puede que sean todos habitantes de acá, pero es lindo pensar que todo es producto del cine, que todos son de afuera y viajan cientos de kilómetros para ver en pantalla grande películas que probablemente nunca se darán así en Chile.
Cruzar el puente, pararse al medio, sacar fotos, ser turista, gozar siendo extranjero en una ciudad que te da esa oportunidad. Caminar, enfilar hacia la Universidad Austral y perderse adentro. Buscar el escondido Cine Club y terminar sentado fumando bajo los árboles y la suave lluvia en el Jardín Botánico. Los pies embarrados, las huellas en la entrada al cine. Salir y volver a perderse en un campus moderno y añejo, arquitectura contemporánea rodeada de casitas de madera.
Volver, cruzar el puente, pasear por el mercado y mirar a los lobos marinos tirados en las balsas. Oler y escuchar a los pescados y los gritos de los vendedores. Paseo en embarcaciones, el primer paseo con la ministra de Cultura. Que hay vino, pisco sour, comida, mucha comida, que suba. Me quedo abajo y camino. Miro desde la orilla y tomo fotos.
Los diálogos agarrados en la calle, a la bajada del taxi, en la fila para una película, a la salida de un restaurant. «¿Qué te pareció la última de Y?» «¿Y la primera de Z?» «¿Y el ciclo de X?» «No te veía desde Cannes» «Está más helado que para Sundance» «¿En qué cabaña estás?» «¿Tienes un cigarro?» «¿Y fuego?».
Las fiestas, muchas fiestas. Después de unos días ya dejan de ser varias y todas son una misma, un gran trasnoche, un solo recuerdo. La neblina abajo, el vapor embelleciendo una ciudad ya muy linda. Los verdes, rojos y amarillos de los semáforos con capas de nubes, colores desdibujados que pierden su espacio, ya no se sabe dónde empiezan y dónde terminan. Entrar a un bar, el mismo bar, todos los días. El patio lleno de estudiantes que les importa más el cigarro que el frío y el interior hecho un infierno de críticos, productores y miembros de la organización del festival. Levantar las manos, agarrar un schop y jugar a que no se caiga nada hasta llegar a la mesa o al patio o a la calle.
Subir las escaleras, entrar a otro local y encontrarse de frente con Lucrecia Martel. Mirarla y pensar en decirle algo, que sus películas son buenas, que son buenísimas, que son tremendas, que ella es una gigante. Decirle permiso y pasar a pedir una piscola. Dos ambientes, electrónica y rock. Quedarse pegado, no saber donde estar y pararse en el limbo de las salas, un oído para cada lado. Despertar, en un sillón olvidado a la vuelta, por una mano amiga. Vuelvo a abrir los ojos y estoy chocando con los cuerpos sudados de todos los anónimos que se mueven tras la música. Todos bailan aquí, nadie para, todo es serio, somos extras en una persecución en un local de baile. No sabemos quién arranca, quién persigue, ni siquiera quién dirige. No nos quieren decir para que parezca real, así que bailo, miro al frente, me miran. La tomo de la cintura, me acerco y me quedo ahí hasta despertar caminando solo a la hostal con un cigarro en la mano.El Guillatún